Aquellos veranos de la infancia en los que las familias se encajaban en el 600, cual piezas de un puzzle, con los niños, los abuelos, el jilguero, los cubos y las palas, los flotadores y la barca hinchable, han pasado a la historia. En aquellos años, allá por los 70, nadie se planteaba dónde colocar a los hijos y, sinceramente, no recuerdo muy bien el porqué. Supongo que la conciliación era más sencilla, que la familia vivía cerca, que jugábamos más por el barrio o que sé yo.

Bien es cierto que muchos y muchas pasábamos por las colonias de verano, los fuegos de campamento, los cursillos de piscina y las clases de inglés. Sin embargo, todo parecía más sencillo, entre otras cosas, porque la oferta era muy reducida y los coles cerraban los tres meses de rigor.

La situación ha cambiado aceleradamente y ahora, en otro intento de aprovechar la inusitada preocupación de los padres por dejar a sus hijos e hijas en buen recaudo, a la vez que les hacen, si cabe, más inteligentes, se ofertan cientos de actividades de verano a cada cual más sofisticada, original y enriquecedora. Pero no parece oro todo lo que reluce y alguna de estas actividades se reducen a ser una especie de guarderías donde les entretienen hasta que los padres y madres pueden recogerles, haciendo un servicio innegable, pero sin demasiados esfuerzos por aportar originalidad.

Una vez más, la clave no está en el medio, sino en el fin para el que se diseña. Lo importante es, pues, la racionalidad a la hora de organizar el día a día en las jornadas de verano. La mayor parte de las veces lo que hacemos es programar la vida de nuestros niños y niñas, cuando las vacaciones deberían caracterizarse por cierta anarquía en las rutinas, pero, confesémoslo, es, absolutamente, imposible mientras los progenitores no puedan disfrutar, también, de su periodo vacacional. Siendo realistas, hay que cubrir horas en las que se hace difícil compaginar horarios y compartir momentos. No pensemos solo en nosotros como adultos, pensemos en los intereses de los más pequeños y en cómo ellos pueden disfrutar mejor del tiempo libre. Busquemos actividades diferentes, al aire libre, más lúdicas, creativas, que estimulen la imaginación y las interacciones sociales, actividades sin horarios demasiado rígidos, sin exceso de normas, en las que ellos y ellas sientan que hay un cambio de fondo, no solo de forma o de condiciones climatológicas. Y, sobre todo, que lean, que descubran ese maravilloso mundo de historias que se esconde tras las páginas de un libro.

En cualquier caso, en las últimas semanas se ha dramatizado, sin razón, el período escolar, presentando las horas de colegio como una especie de tortura interminable, justificando medidas relacionadas con el fraccionamiento de las vacaciones. Paradójicamente, comentando con otras madres que mi hija el último día de clase había llorado pensando en lo que iba a echar de menos a su profe, varias me contestaron que a sus peques les había ocurrido lo mismo. ¿Será, una vez más, que los adultos intentamos con todas las ganas pensar, sentir y actuar por nuestros hijos e hijas, sin dejarles a ellos márgenes de autonomía cognitiva, emocional y comportamental?

Acabo apelando a la lógica y al sentido común en esta reflexión. No es tan difícil ejercitar la empatía para ponernos en el lugar de los niños y niñas que nos rodean y llegar a la conclusión de que lo que quieren es divertirse, jugar, disfrutar y desconectar ¿Acaso no es todo esto lo que buscamos los mayores en nuestro tiempo vacacional? Es cierto que sus vacaciones son más largas y pueden combinarse con alguna que otra tarea más reglada de aprendizaje, pero han de ser complementarias.

Recordemos que para ellos es más útil, interesante, gratificante y educativo, hacer cosas en familia, recuperar el tiempo perdido con padres y hermanos, convertirse con ellos en aventureros, en exploradores o en investigadores. Y, lo más importante, hacerlo con ganas, con pasión y con amor. Nos lo agradecerán mucho más porque se darán cuenta de que no es una obligación, no es una carga, no es un azaroso modo de entretenerles.

En definitiva, busquemos que el verano se convierta en un cúmulo de experiencias imborrables. Nunca olvidaremos las vacaciones en las que aprendimos a andar en bici, ni aquellas en las que nos perdimos en el monte y difícil olvidar aquel primer amor estival. Todos esos recuerdos forman, ya, parte de nuestra memoria.