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Daniel Capó FdV

El deseo de cambio

De repente, España está viviendo su particular momento catalán. La sociedad se acelera, crece el deseo de cambio y novedad.

Auscultando el latido de la calle, puede parecer que la reforma ha perdido su prestigio a favor de la ruptura. Hay que romper con España, en el caso del nacionalismo catalán; o con la Transición, en el caso español. Con una lógica dualista, que se ha convertido ya en hegemónica, nuestro país ha adquirido unos estridentes tonos maniqueos: lo nuevo contra lo viejo, el pueblo contra la casta, el bien contra el mal. Esta dialéctica convence, porque simplifica las opciones y distingue claramente dos mundos morales: los buenos y los malos. De este modo, una parte de la sociedad ha asumido que sólo el temor -o una perversa modalidad del egoísmo- invita a votar por alguno de los partidos de la estabilidad. Diríamos que los jubilados temen que su pensión se vea afectada; o las elites económicas, que sus privilegios se vean mermados, muchos de ellos, por supuesto, evidentes e injustos. Pero, en el fondo, la lógica sería la siguiente: quien está con los viejos partidos es porque tiene miedo (o porque es un inmoral); sin embargo, la ilusión, el futuro, la esperanza se encuentran del lado de los nuevos movimientos. Poco importa escuchar sus argumentos o el contenido de sus propuestas. Nada hay más antiguo -e ineficaz- que las reformas laborales que ofrece Podemos (y que, por cierto, tienen muy poco que ver con la moderna socialdemocracia), ni nada más peligroso que la pretendida yugoeslavización de la soberanía nacional, con lo que implica de fragmentación de los derechos compartidos. El prestigio o el desprestigio de las ideas se propagan por el aire, como los virus. Es una lección que la Historia se encarga de recordarnos cíclicamente: la mayoría de nuestras ideas y de nuestras creencias son emocionales y mutan con rapidez cuando así lo requieren las circunstancias. O cuando creemos que así lo exigen.

Aunque, siguiendo con la lógica dualista que unos y otros han querido imponer, debemos recordar que el progreso normalmente se asocia al reformismo y no a la ruptura, a la convicción más que al entusiasmo, al consenso más que a la utopía. Si pensamos en los países de éxito en Europa -de Alemania a Noruega o Suecia-, comprobaremos que allí priman valores como el largo plazo -la ortodoxia, por ejemplo, con que tratan sus cuentas públicas-, la calidad del capital humano, la ejemplaridad de los políticos -el umbral de tolerancia frente a la corrupción es mucho menor- y la solidez de las instituciones. Dichas virtudes sociales no se logran demonizando el pasado ni ofreciendo una tierra prometida. Ésta puede ser la lógica del poder, pero no la del progreso. Más bien al contrario.

Las próximas elecciones, y sobre todo los pactos de gobierno que forzosamente tendrán lugar pasado el verano, nos dirán qué instinto político prevalece en España: si el del poder en estado puro, que divide la sociedad entre amigos y enemigos; o el del parlamentarismo liberal, que busca encontrar consensos amplios y compartidos. Ya que se habla tanto de cambio generacional, ésta va a ser también una tarea de las nuevas generaciones que han nacido y se han educado en democracia. Como la llama que se entrega en una carrera de relevos, cabe preguntarse cuál será nuestro estación final. Y yo no apostaría por los improbables beneficios de una casa dividida. Sin embargo, evitar este destino, va a exigir generosidad por parte de todos y pérdida de privilegios para algunos. Tiene que ser así. Y no sólo en nuestro país, también en Europa.

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