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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Para puros, los habanos

Cierta candidata al Congreso de un partido emergente, limpio y puro, ha admitido que hizo trampa con una tarjeta de discapacitado para poder aparcar con mayor facilidad. Esto, que apenas es noticia en la España del Lazarillo de Tormes, probablemente no habría salido a la luz de no ser porque estamos en vísperas de elecciones; pero aun así tiene su gracia.

En realidad, el lance sucedió hace un par de años y parece una pillería que, a lo sumo, podría dejar sin su plaza de aparcamiento a un minusválido de los de verdad.

Lo que le da sustancia al asunto ha de ser, más bien, el hecho de que la afectada pertenezca a un partido de la llamada nueva política que viene a limpiar el país de corruptos y golfos apandadores en general. Su éxito electoral se basa en apelar a la pureza como alternativa a las trapacerías de los políticos de toda la vida; y de ahí que choquen más estas incongruencias entre lo que se predica y lo que se hace.

Seguramente habrá otros candidatos que incurran en pecadillos semejantes al de la aspirante a diputada por Ciudadanos, desde luego. La política es, a fin de cuentas, un oficio en el que se valora la astucia, el doble lenguaje, la capacidad de fingimiento y el arte de contar trolas sin que al trolero se le enrojezca la cara. No por casualidad tiene tan mala fama Nicolás Maquiavelo, el más grande tratadista sobre el negociado de los asuntos públicos que ha dado la Historia.

No obstante, estas fullerías menores a las que casi no se da importancia plantean un problema inverso al que señaló Thomas de Quincey en su famoso tratado sobre El asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Sostenía aquel esteta del crimen que uno comienza por permitirse un asesinato y al poco ya se entrega al robo; de robar pasa a darse a la bebida; después deja de ir a misa y, degenerando, degenerando, acaba por no saludar a sus vecinos cuando se cruza con ellos en el portal.

A la inversa, que es más lógica, uno empieza por permitirse pequeñas trampas, de ahí pasa a quedarse con el exceso de vuelta recibido en la compra y, si por azar llegase finalmente al Gobierno -o a una simple concejalía- ya estaría en condiciones éticas de entregarse a trapacerías de mayor sustancia y rendimiento. Se trata de una simple especulación basada en la teoría del gran De Quincey: y en modo alguno relacionada con el caso que nos ocupa, como es natural.

Aun así, anécdotas como la de la candidata de Ciudadanos revelan la dificultad de enarbolar la bandera de la pureza en un mundo tan abundante en tentaciones como el de la política. Lo saben bien en Podemos, el otro partido emergente que, antes de tocar poder, ya ha sufrido sus primeras contradicciones en forma de becas amigables y tratos indeseados con Hacienda.

Son pequeños deslices que en absoluto pueden compararse con los escándalos de corrupción a gran escala de los dos partidos que hasta ahora se repartían por turno el poder y sus prebendas adjuntas. Pero tampoco hay que quitarles importancia. Infelizmente, la ética no es una virtud de orden cuantitativo, sino un rígido código de principios que no permite a los adalides de la pureza la más mínima relajación, aunque sea en cuestión de parking. De lo contrario, el gentío ahora ilusionado por los nuevos campeones de la moralidad podría llegar a la descorazonadora conclusión de que los únicos puros son los habanos a la venta en los estancos.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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