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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Ganaron las teles

Diez millones de telespectadores siguieron la otra noche un debate sobre macroeconomía, política social, regeneración democrática y geopolítica exterior, entre otros asuntos igual de indicados que el rohypnol para combatir el insomnio. Algunos se quejaron después de que el torneo entre concursantes a la Presidencia del Gobierno resultase soporífero; pero de eso se trataba, precisamente.

Aun así, esa millonaria audiencia compite con la que habitualmente tienen los partidos de fútbol, lo que no deja de resultar admirable. Se conoce que la política vuelve a estar de moda gracias a las tertulias de la tele y al influjo de Pablo Iglesias.

Fenómenos como este no ocurrían desde los remotos tiempos en los que solo había dos canales de televisión y José Luis Balbín reinaba en el share con su programa "La Clave", dedicado a cuestiones políticas. Bien es verdad que Balbín recurría a la emisión previa de una película para asegurarse el pico de audiencia; pero no por ello deja de ser cierto que la política enganchaba entonces a los espectadores. Como ahora.

Poco importa que, al igual que el del estado de la nación, el debate entre candidatos "presidenciales" en la tele sea una costumbre importada de Estados Unidos. O que el sistema electoral de allá y el de acá se parezcan tanto como un huevo y una castaña.

A diferencia de lo que ocurre en Norteamérica, aquí no se elige a presidente alguno, sino a un congreso de diputados que -a su vez- escogerá de entre ellos al jefe del Gobierno, más o menos del mismo modo que los cardenales eligen Papa. Lo saben bien los candidatos que acuden al superdebate de la tele, pero aun así fingen que su elección depende del voto popular y directo.

El resultado es de lo más previsible. Consiste en que unos señores con pinta de estar muy enfadados discutan ante las cámaras sobre lo bien o mal que va el país. El representante del Gobierno -Rajoy, en este caso- suele afirmar que va muy bien; y los de la oposición le retrucan que muy mal. En lo que único que coinciden todos ellos es en poner ese gesto agrio tan típico de quienes padecen úlcera o cualquier otra dolencia de estómago.

Ha cambiado, si acaso, la calidad de los concursantes. Viendo la otra noche al cachazudo Rajoy, al agitado Rivera o al habitualmente colérico Iglesias -ceñudos todos ellos-, casi resulta inevitable sentir nostalgia de las camadas de tribunos parlamentarios que los precedieron en las Cortes. Se echan de menos los sarcasmos de aquel Santiago Carrillo capaz de confesarse "ateo, gracias a Dios" en la misma medida que los discursos tan atropellados como enciclopédicos de Manuel Fraga o las malvadas agudezas de Alfonso Guerra. Incluso la dosificada mala uva y la hábil dialéctica cantinflesca de Felipe González.

El caso es que la tele, sustitutiva de la religión como opio del pueblo, ha redescubierto lo mucho que la política puede tirar de la audiencia, por aburrido que en principio parezca el negociado de los asuntos públicos. Quizá por eso los hinchas deban dejar de discutir sobre el candidato que ha salido ganador del famoso debate a cuatro bandas. Basta contar las decenas de anuncios que intercalaron en las pausas del programa para caer en la cuenta de que la victoria fue de los canales que lo transmitieron. Al igual que en el casino, la banca siempre gana.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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