La recaudación por el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) subió un 77% en Galicia desde el comienzo de la Gran Recesión. Los gallegos, pese a ver desplomarse la cotización de su patrimonio inmobiliario, desembolsaron en el último ejercicio 497 millones de euros por este gravamen. Otra estocada al bolsillo de los particulares y un récord absoluto para la hacienda pública, que no dudó para conseguirlo, a la hora de actualizar los valores catastrales, en controlar las propiedades de los ciudadanos mediante fotografías aéreas o en enviar inspectores predio a predio a la caza de reformas o construcciones sin declarar. Nada se libra: galpones, establos, invernaderos, hórreos, trasteros? Ahora el IBI. Antes el recargo en las gasolinas. Todo vale para acorralar sin piedad al contribuyente medio hasta vaciarle la cartera.

Los ciudadanos con vivienda en propiedad han rescatado sin saberlo a los ayuntamientos mediante el IBI. Desde que empezó la crisis, la actualización del valor catastral de las casas y de los tipos que se aplican para calcular el gravamen ha permitido a los ayuntamientos recaudar 2.000 millones de euros más -216 de ellos en Galicia-, un alivio que evitó la quiebra de muchos municipios.

El IBI es el impuesto preferido de las corporaciones locales porque nadie se escapa de pagarlo y alcanza a todos. No ocurre lo mismo con el IRPF, que acumula tantos tramos y excepciones que al final recae sobre los hombros de quienes carecen de escapatoria: la sufrida clase media dependiente de una nómina. España es un país campeón en disposiciones. Hay leyes para todo, cien mil normas, diez veces más que en Alemania. Entre tanta maraña, muchas ni se cumplen ni se aplican. No por legislar más aumenta la calidad de la democracia. Con los tributos ocurre lo mismo. No se trata de multiplicarlos sin freno para que rindan, si no de que sean proporcionados y justos.

A los ciudadanos, en general, les cuesta asumir que el dinero público es de todos y que no cae del cielo por arte de magia. Eso sí, nadie se queda atrás a la hora de reclamar una sanidad de vanguardia, una educación gratuita, iluminación para todas las calles o caminos hasta el último pueblo, que no son posibles sin impuestos. Suiza acaba de rechazar en referéndum la implantación de una renta de 2.300 euros al mes para cada uno de sus habitantes. Los suizos consideran que un salario así, por nada, desincentiva el trabajo y que sus arcas carecen de capacidad para costearlo. ¿Alguien alberga alguna duda sobre cuál habría sido el resultado aquí de votar una propuesta idéntica?

Más del 20% de los ingresos de los municipios gallegos ya sale del IBI. Da igual que el contribuyente sea pobre o rico, que le acaben de ascender en el trabajo y doble su sueldo o que le hayan despedido. Desembolsará lo mismo. Hablamos de un gravamen, además, que no entiende de crisis. En épocas de bonanza económica las administraciones locales suben el IBI sin disimulo porque saben que sus vecinos gozan de recursos para afrontarlo. En momentos de dificultad lo vuelven a incrementar para amortiguar el descenso en la recaudación de otros impuestos ligados a la actividad económica. Y los contribuyentes, a callar y tragar, porque no van a instalarse debajo de un puente para aminorar la carga. El 80% de los gallegos son titulares de la casa en la que residen. Aquí, por tradición, el ahorro está concretado en la vivienda. En otros países predominan los alquileres.

El exceso de celo tiene además muchas otras derivadas, injustas muchas de ellas. Cientos de estudiantes gallegos, hijos de ganaderos del rural, han visto cómo se iban al traste sus peticiones de beca al pasar a computar como segunda vivienda en el patrimonio familiar cobertizos, establos o "palleiras" que antes estaban exentos. La "machada" era de tal magnitud que el Ministerio de Educación no ha tenido más remedio que dar marcha atrás a estos baremos ante la rebelión en ciernes. Puestos a fiscalizar hasta se ha computado como edificación una lona utilizada para cubrir estiércol o rastrojos porque las imágenes aéreas del Catastro no se han parado en distingos.

El IBI es también uno de los impuestos más injustos. Los criterios con los que se fija su cuantía son cuando menos dudosos. Cualquiera que haya vendido o heredado un piso en los últimos años habrá visto que le exigen tributar no por el precio real de mercado del bien sino de acuerdo con un valor hipotético, sensiblemente superior, calculado mediante coeficientes multiplicadores a partir del catastro. Algo parecido pasa con el IBI. Su carácter progresivo está en cuestión. No hay bonificación ni por residencia habitual ni por nada: el lujo cotiza igual que la necesidad. Es verdad que la cuantía del recibo no es la misma para una casa antigua, pequeña y en el extrarradio que para otra nueva, grande y en un barrio de moda. Pero son casos en los dos polos: la mayoría de la población acaba situada en una franja intermedia y paga en el fondo por el mero hecho de residir en un municipio.

Un español con un salario de 60.000 euros dedica 18.000 al impuesto sobre la renta y a las cotizaciones a la Seguridad Social, y otros 8.000 euros, más o menos, a cumplir con el IVA y los tributos municipales. Habrá puesto, pues, en manos de las administraciones públicas el 43% de sus ganancias. A quien ingrese 25.000 euros le toca contribuir con 5.000 en impuestos directos y 3.700 más en indirectos, un 35% de todo su esfuerzo.

¿Nos iría mejor aliviando la carga del contribuyente? Los expertos, según la ideología con la que simpaticen, dicen una cosa y la contraria. El estado del bienestar y sus prestaciones -pensiones, subsidios, ayudas sociales- hay que costearlo, y no es precisamente barato. Pero también cabe afirmar que bajar impuestos no significa de manera automática recaudar menos. Ni incrementarlos ingresar más. La experiencia lo demuestra, en especial en este país, con unos gravámenes similares a los de Suecia y una eficacia recaudadora idéntica a la de Bulgaria.

El éxito tributario depende antes del número global de contribuyentes que del tipo aplicado. Con menores cotizaciones, redoblando el número de cotizantes, también cabe alcanzar una suma total mayor. Por eso lo sustancial es impulsar la economía: crear riqueza, reactivar el empleo. Llegados a este punto, sí parece racional plantearse ya, en Galicia y en España, la necesidad de acometer una reforma fiscal que reequilibre esfuerzo tributario y calidad de los servicios ofrecidos. Porque tensar y tensar la cuerda para aguantar el sistema a costa de seguir esquilmando los ahorros de los ciudadanos no va a resultar viable por mucho más tiempo.