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Soserías

Kim Jong-un

Las singularidades del líder de Corea del Norte frente a otros beneméritos del totalitarismo internacional

Ahora, cuando el espectáculo de la política acoge nuevos actores, conviene fijarse en modelos extranjeros para aprender y no acreditarnos como paletos.

Un personaje de valor incalculable es el líder de Corea del Norte, Kim Jong-Un, hijo y nieto de líderes, encastrado en liderazgos como si dijéramos, líder pues él mismo de nacencia como un zar de las Rusias antiguas, caudillo invicto en las mejores batallas, es decir, las incruentas que nunca se han producido.

Es el joven Kim, precisamente porque viene relleno de liderazgos como otros están rellenos de morcillas de Burgos, un muchacho gordito, con aspecto de despachar la digestión a base de regüeldos sonoros y arrítmicos, confitado en grasas de mucho trasegar bocados opíparos procedentes de los mejores mercados europeos, con un corte de pelo que parece remedar el sol y la sombra de una plaza de toros, en fin, una estética resabiada, maligna y trapacera que proclama quién es y, lo que es peor, que amenaza con quien puede llegar a ser.

Es bienquisto en su pueblo aunque el amor se expresa allí por medio de cartas secretas porque la urna y el voto, inventos del Maligno, parecen no tener cabida en aquel paraíso del progreso oriental. Los pobres figurantes que se ven obligados a representar allí el papel de pueblo padecen en sus articulaciones los estragos de la "reverencitis" y de la "obediencitis" y no hay antiinflamatorios que sirvan de remedio contra estas dolencias pertinaces.

Suele mostrarse el líder como un Júpiter de los tiempos clásicos, con su rayo y sus chispas recién abrillantadas, dirigiendo la mirada hacia un infinito de fulgores bélicos y de hazañas cósmicas, soñando con la explosión que incendia el cielo de resplandores temerarios y con la bomba que aniquila bien a quien representa el mal.

Acaso por ello sus vecinos no le miran con complacencia pero esta disposición de ánimo se debe a que los tales vecinos son seres apocados y con escrúpulos de novicia.

Aparece y desaparece Kim como un cometa caprichoso y enredante. Los coreanólogos sabemos que cuando desaparece es para concentrarse en el estudio de sesudos tratados de economía y en los grandes libros del buen gobierno. Y así, con paciencia y en medio de sufrimientos y soledades, se exige y se pule el líder más líder de todos para ofrecer en público un porte natural y pleno de esencias comunistas.

Por eso cuando le vemos en una tribuna presidiendo un desfile o en un altozano dirigiendo al Ejército, el líder amado se halla rodeado invariablemente de siete u ocho personas que toman nota de sus ideas lúcidas como aquellos escolares antiguos que querían pasar la reválida las tomaban del maestro. Fíjese el lector en esta conducta que singulariza a este gran caudillo frente a otros beneméritos del totalitarismo internacional: no hay palabra, pensamiento, aforismo, rima, reflexión, considerando o resultando que salga de su magín prodigioso que no sea anotado por los escribas diligentes, lo que impide que se pierdan sus cogitaciones.

Al fondo de este escenario adivinamos, en borroso escorzo, al pueblo norcoreano que aplaude, desfila o hace genuflexiones en un parque ante las estatuas gloriosas. ¿Alguien da más en punto a armonía nacional, a voluptuosidad política?

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