Imagínense una historia de alienígenas que transcurre en un pequeño pueblo del norte de Estados Unidos -uno de esos lugares donde había hombres que "si no conseguían whisky, eran capaces de beber insecticida" - cuyos habitantes se comunican por telepatía. Esos extraterrestres, que hibernan en su nave, incitan a los ciudadanos a que actúen de forma extraña, provocando mutaciones, desapariciones y muertes. Entre los variopintos personajes que aparecen en la trama se encuentran una escritora, un alcohólico y un mago. El narrador nos deleita con frases como esta: "Se sentía sombrío, como si hubiese comprado el puente de Brooklyn en su primer día de estancia en Nueva York, aun sospechando que algo tan grande pudiera estar a la venta". La novela tiene unas ochocientas páginas y se titula Tommyknockers. Stephen King confesó haberla escrito "en sesiones que solían prolongarse hasta la medianoche, con el corazón a ciento treinta pulsaciones por minuto y las ventanas de la nariz tapadas con algodón para cortar la hemorragia debido al consumo de cocaína". El libro llegó a ocupar el puesto número uno en la lista de los más vendidos publicada por el periódico The New York Times.

El crítico literario Edmund Wilson afirmó, a propósito del renacimiento que vivió la novela de terror durante los años cuarenta, que siempre había pensado que las historias de fantasmas quedarían obsoletas con la llegada de la luz eléctrica. Wilson tenía la convicción de que la exitosa lucha de la ciencia contra la oscuridad eliminaría por fin a los misteriosos seres de la noche, porque "si al accionar un botón ya basta para iluminar cada rincón de la habitación, dejando al espectro completamente desnudo en sus brumas, o si se puede traspasarlo puertas afuera con una linterna, sus oportunidades de aterrorizar están limitadas". Sin embargo, como el mismo Wilson reconoció, el terror va más allá de la escasez de iluminación. La pasión por las historias de miedo se origina en una necesidad de abstraerse, en un escapismo: la búsqueda del horror sobrenatural para dejar atrás el sufrimiento real: "En cuanto sentimos que nuestro propio mundo nos ha fallado, tratamos de encontrar evidencias de la existencia de otros mundos".

La fascinación por lo macabro, esa sensación de malestar por la que un gran número de lectores se sienten inexplicablemente atraídos, ya había sido abordada por los prerrománticos europeos en la segunda mitad del siglo XVIII, quienes fueron los primeros en profundizar literariamente en el lado oscuro de la fantasía e intentaron averiguar los secretos de su encanto. En palabras del académico italiano Mario Praz, "el descubrimiento del horror, como fuente de deleite y de belleza, terminó por actuar sobre el mismo concepto de belleza" y, como consecuencia, "de lo bellamente horrendo se pasó, a través de una gradación sensible, a lo horrendamente bello". Lovecraft, por su parte, entendía que, en el terror, "la atmósfera es lo más importante, ya que el aire final de auténtico no viene dado por lo minucioso de una trama, sino por la creación de una sensación correcta".

Hace unos días pasé de nuevo por delante de las famosas escaleras de El exorcista donde muere el padre Karras, situadas en la calle Prospect de Washington DC, las cuales no hace mucho, con su correspondiente placa, se convirtieron en interés turístico nacional. Recuerdo cuando vi la película por primera vez en VHS. La cinta, debido a que era una edición especial de la Warner Bros, contenía un espeluznante documental sobre la "verdadera" historia en la que William Peter Blatty, también guionista del largometraje, se había basado para escribir la novela. En aquel entonces, a pesar de que me aterraba, volví a verla una y otra vez, fascinado por su banda sonora y la inquietante presencia de Max Von Sydow, quien encarnaba al veterano exorcista, rebobinando hasta encontrar las escenas más tenebrosas y pasando un miedo innecesario y perturbador, aunque mucho más digerible, he de decir, que algunas corrupciones terrenales.