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Matías Vallés.

Donald Trump no es para tanto

En lo anatómico, Donald Trump es como un Elvis que no hubiera fallecido a tiempo. La campaña del magnate ha adoptado un eslogan de Ronald Reagan, que propone "¡Hacer que América sea grande de nuevo!". Qué trasnochado, ningún candidato a presidente se había atrevido a colocarse bajo la advocación reaganiana, por lo menos desde Barack Hussein Obama. El actual inquilino de la Casa Blanca reivindicaba al icono republicano en su autobiografía, Bill Clinton le reprochó con dureza la hiriente adscripción ideológica.

Sin necesidad de escudarse en la pulsión de navegar a contracorriente, Donald Trump no es para tanto. El planeta ha vivido demasiadas veces la asfixia fingida de que Washington ha encontrado a su Nerón con lanzallamas. La recopilación de artículos de Gore Vidal sobre la presidencia de Reagan ostentaba el título de "Armageddon". Aun admitiendo que los ochenta cebaron el colapso financiero de este siglo, el escritor se quedó sin munición para disparar sobre George Bush.

El retrato de Trump como un bufón explosivo, obligado a llevar chaleco antibalas en los actos públicos por la controversia que despierta, oculta factores que chocan con el clisé. Equiparó a los inmigrantes mexicanos con violadores y a los musulmanes con terroristas. Sin embargo, también tuvo el coraje de enfrentarse con el imperio conservador de la Fox de Rupert Murdoch, mediante la audaz estrategia de apoderarse antes de secretos inconfesables de sus estrellas televisivas.

La portavoz de Trump fue detenida por robar en una tienda, y su director de campaña está imputado por agredir a una periodista. Al mismo tiempo, el magnate se distingue por gastar una décima parte que rivales a quienes ha triturado en las primarias. Derrocha menos porque corre personalmente con los gastos. Su asalto a la Casa Blanca emplea a un centenar de personas, Hillary Clinton bordea los ochocientos subordinados en la carrera electoral.

El televisivo Trump equivale a imaginar que Bertín Osborne graba "Mi casa es la tuya" en La Moncloa. Mejor no ensayar este experimento, hasta verificar sus efectos en Estados Unidos. El inesperado candidato republicano escribe sus propios discursos o tuits, ha introducido en campaña el anatema del salario mínimo. Empieza a convertirse en presidencial, porque hay una sola forma de gobernar con mínimas variantes, pregunten a Tsipras. Aunque Donald Trump paga el pato, tal vez Hillary debería asustar más.

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