Desde que Ted Cruz se retiró de las primarias, dejando solo a Trump frente a los delegados de la convención en la que probablemente saldrá nominado, varias figuras representativas del Partido Republicano, como los presidentes Bush 41, Bush 43 o el senador de Carolina del Sur, Lindsey O. Graham, se han negado a apoyar públicamente al candidato. Ni siquiera Paul Ryan, el encumbrado presidente de la Cámara de los Representantes, ha decidido todavía tomar partido. Uno lee la prensa, habla con los compañeros de trabajo, pregunta a desconocidos en la calle, conversa con amigos en los bares y en las cafeterías, pero no acaba de encontrar a personas que se manifiesten a favor del antipático señor Trump. Circulan rumores de que alguien conoce a alguien a quien escuchó decir en una ocasión, sin especificar dónde ni cuándo, que piensa votarlo en las próximas elecciones presidenciales.

En determinadas zonas del país el éxito del magnate es un acontecimiento incomprensible y lejano. Se observa como si estuvieran invadiendo los marcianos de Independence Day: sucede en otro Estados Unidos ficticio y acabarán ganando (como siempre) los buenos. La mayoría silenciosa -término que Nixon acuñó en 1969 en su célebre discurso sobre la guerra de Vietnam y que Trump ha recuperado pertinentemente para su campaña- parece estar creando, con su inquietante silencio, una realidad paralela e invisible: sus partidarios viven entre nosotros y somos incapaces de identificarlos. Dentro de poco, para poder reconocerlos, vamos a necesitar unas gafas especiales como las que llevaba el protagonista de Están vivos, aquella película de John Carpenter de los años sesenta, para saber quiénes eran los extraterrestres que se escondían bajo el cuerpo de sus compatriotas.

Esto ocurre porque la geografía decide la perspectiva y Estados Unidos, como escribió Martin Amis, es un mundo más que un país. En otros lugares el auge del radicalismo ya se comienza a percibir en los quehaceres cotidianos, al observar simplemente la rabia del vecino o al presenciar los disturbios acontecidos el día anterior; aquí, en cambio, las grandes superficies sobre las que se han fundado los estados impiden sentir de una manera cercana el enojo de los otros. Está pasando, pero no lo podemos ver. Y sin embargo existen. Vaya si existen. De ahí que algunos contemplen todo esto como una amenaza más cinematográfica que auténtica y se sorprendan de cómo una parte significativa y taciturna de la población tenga la capacidad de, si no decidir unas elecciones, al menos destruir un partido. Es una distancia física y cultural a la que se le suman una gran cantidad de prejuicios históricos; se les teme porque no se les conoce; se les menosprecia porque no representan los mismos valores. Y no cuentan con ellos porque, encerrados en sus burbujas, jamás se rodearon de personas con sensibilidades ideológicas distintas. Como aquel profesor universitario que no se creía que Ronald Reagan hubiera ganado las elecciones y, un tanto confundido, preguntó: "¿Cómo es posible si yo no conozco a nadie que le haya votado?".