No es la imparcialidad lo que impulsa a la opinión pública a ser indulgente con la desigualdad económica que surge de las ganancias millonarias de artistas, estrellas del espectáculo y deportistas, por ejemplo, y no serlo con la desigualdad que se enraíza en las retribuciones a presidentes y directores generales (PDGs) y planas mayores de grandes grupos empresariales. Quizás porque unos aparecen como francotiradores, por así decir, que van individualmente a su aire aunque sean defraudadores, al estilo de Neymar o Messi, al tiempo que los altos responsables empresariales son considerados una clase compacta que actúa grupalmente para mantener privilegios varios. Temo que los datos avalen este punto de vista.

Caso Tavares

La remuneración de Carlos Tavares, presidente del Directoire de Peugeot-Citroën, aumentó el 100% interanualmente situándose en 5,24 millones de euros en 2015, provocando la oposición del gobierno francés (el Estado posee el 14% de las acciones de PSA) en un contexto de moderación salarial generalizada.

Ciertamente, la remuneración de Tavares no es arbitraria, corresponde a lo que marcan las reglas establecidas por los accionistas de la empresa (entre los cuales está el Estado). Un salario de base no demasiado elevado vista la responsabilidad y la función (1,3 millones de euros) y una parte variable según resultados fijados por el Conseil de surveillance. Tavares alcanzó los objetivos tres años antes de lo previsto. También colaboró al enriquecimiento general: desde qué llegó a PSA el valor en bolsa de la empresa se multiplicó por tres.

Dentro de las reglas del juego no parece que haya nada injusto en la alta retribución, similar a la de otros dirigentes del CAC 40 (las cuarenta principales empresas cotizadas en la Bolsa francesa). En EE UU, Reino Unido o Alemania las remuneraciones de las élites empresariales son 20% a 30% más altas que en Francia. Pero más abajo -excluyendo planas mayores y direcciones generales- los salarios crecen muy poco como consecuencia de la competencia que impone la globalización. Las cifras confirman que se da una dinámica divergente: una minoría se enriquece y una mayoría sufre empobrecimiento relativo y a veces absoluto. Todo parece indicar que vamos imparablemente a la ruptura de la cohesión social.

Por otra parte, incluso aceptando que en la remuneración a Tavares se respetaron las reglas del juego no está demás preguntarse cómo se han fijado dichas reglas y si su aplicación es completamente objetiva. Para empezar, hay que relativizar el éxito de PSA. En 2015, prácticamente todos los constructores generalistas en Europa, excepto General Motors, presentaron beneficios operativos substanciales. O sea, la coyuntura jugó a favor. Además, el argumento de que Carlos Tavares salvó una empresa a punto de quebrar es discutible. La salvaron el Estado y los socios chinos. De consuno, hay que contar con los esfuerzos que se habían hecho antes de que él llegara. Es difícil, en resumidas cuentas, aislar la contribución personal de Tavares. De hecho, se unió a una estructura que estaba allí cuando llegó, con sus obreros, técnicos, ingenieros y savoir faire. A los trabajadores se les aumentó el tiempo de jornada laboral. La planta de Aulnay-sous-Bois cerró. Todos esos sacrificios no fueron recompensados en la misma proporción que a Tavares se le premió. Y si bien es cierto que lo ganado por Tavares en un año lo gana Carlos Ghosn, PDG de Renault-Nissan, en cuatro meses, no lo es menos que el presidente de la República Francesa lo gana en 29 años y un obrero de PSA en 241 años.

Lo que irrita a la opinión pública es que el caso de Tavares no es excepcional. A finales de marzo, el Observatoire des inégalités publicó un estudio del que se desprende que los dirigentes empresariales mejor pagados de Francia ganan anualmente entre el equivalente de 600 años de salario mínimo, el que menos, y, el que más, el equivalente de 1120 años. Si a los PDGs no se les incentiva suficientemente, dicen algunos, cambian de país. No es cierto. Sí existe un mercado internacional de deportistas, artistas, estrellas del espectáculo y ejecutivos pero no de PDGs y planas mayores empresariales, salvo alguna excepción.

Reino Unido

En Reino Unido, la opinión pública -de mentalidad protestante aunque no tanto como holandeses, suizos o escandinavos- no ve con malos ojos que la gente se enriquezca. No obstante, al ser país muy clasista, con una working class coriácea y crítica, quienes se enriquezcan deberán merecerlo verdaderamente. Aun así, los directores generales y planas mayores han logrado imponer a las asambleas de accionistas los criterios de retribución.

Martin Sorrell, director general de WPP, cobrará 80 millones de euros por los resultados de 2015. A pesar de las críticas, Sorrell ni se inmuta puesto que, según sus propias palabras, esa remuneración corresponde a que la empresa va bien: la acción aumentó 8% en un año a pesar de la turbulencia de los mercados.

¿Y cuando los resultados no son buenos? Hace unos días (14 de abril) los accionistas de la multinacional Brittish Petroleum (BP) se negaron a avalar la remuneración del director general. El 60% votó contra el pago de unos emolumentos totales que se elevan a 19,6 millones de dólares, 20% más que en 2014. Es excepcional que un porcentaje tan alto de accionistas manifieste desacuerdo. La verdad sea dicha, BP perdió 6.500 millones de dólares en el mismo ejercicio contable. El representante del fondo de pensiones de la Iglesia de Inglaterra (comunión anglicana) tachó la remuneración de amoral. Son palabras mayores.

Ocurre que siendo la votación meramente consultiva (el salario no depende de la asamblea sino del comité de remuneración) el director general de BP cobrará finalmente los casi veinte millones de dólares. La razón es que los beneficios son solo un criterio al tomarse en cuenta otros elementos del resultado considerados subyacentes: estrategia, operaciones, seguridad. Desde este punto de vista, 2015 fue buen año: el cash-flow aumentó, se ejecutaron cuatro grandes proyectos, el número de fugas de gas disminuyó. Da la impresión que el sistema de remuneración se ha diseñado de tal manera que si los PDGs no ganan por un lado se enriquecen por otro.

Conscientes del problema, las autoridades británicas instauraron en 2003 una nueva regla introduciendo un voto consultivo respecto a la remuneración de los dirigentes. Se esperaba que directores generales y presidentes no irían contra los deseos de los accionistas. Es obvio que a los altos dirigentes les importa un bledo lo que digan u opinen los accionistas y si sus remuneraciones son o no amorales.

Sin embargo, las remuneraciones han sido estudiadas meticulosamente por especialistas de forma que la incentivación no perjudique a la empresa. Por ejemplo, los bonus que se añaden al salario de base se pagan esencialmente en acciones en aras de que el interés del director general y el de la empresa coincidan. Para evitar el cortoplacismo el pago de la mayor parte se difiere varios años. Incluso se puede retirar lo acordado si la empresa encuentra dificultades por las malas decisiones tomadas anteriormente. En teoría. Las cifras muestran que los directores generales de las empresas del FTSE 100 (índice del Financial Times de las 100 mayores empresas por capitalización del London Stock Exchange) en 1998 ganaban 47 veces el salario medio de sus empleados; 150 veces en 2015.

¿Aumentar impuestos?

Frente a la creciente desigualdad la propuesta más habitual, muy trillada, es aumentar impuestos a los millonarios. No me parece mal pero hay que distinguir entre millonarios. Los que obtienen sus ingresos de actividades ejecutivas en grandes grupos económicos acabarán ganando lo mismo. Quiere decirse, si se disparan los impuestos impondrán remuneraciones netas. La razón es muy simple: los dirigentes son los arquitectos de la así llamada optimización fiscal. Que consiste en que la empresa pague, con absoluta legalidad, el mínimo de impuestos. Veamos un ejemplo.

En los Panama Papers no aparecen nombres de ciudadanos o empresas norteamericanas. Pero el 14 de abril Oxfam America publicó un informe que aun con todos los errores que suelen plagar sus documentos tiene mucho de verdad.

Los cincuenta mayores grupos empresariales estadounidenses domicilian más de 1600 filiales en paraísos fiscales que totalizan activos por un valor de 1 billón 400.000 millones de dólares (1 billón 240.000 millones de euros). Esa es la parte visible del iceberg habida cuenta que la SEC, gendarme de la Bolsa de EE UU, solo obliga a declarar las filiales en las que la matriz posee activos cuyo valor supera el 10% de los activos consolidados del grupo o bien aquellas filiales cuyos ingresos superan el 10% del valor de dichos activos. Esto no es baladí pues permite a grandes empresas norteamericanas -Google (Alphabet), General Electric, Procter &Gamble, IBM, Pfizer, Chevron, etc.- minorar la tasa impositiva. De los 50 grandes grupos solo 5 pagan realmente el 35% en vigor en EE UU del Impuesto de sociedades. Con los distintos montajes que permite la ingeniería financiera, legal, los otros 45 grupos pagan, de media, el 26%. El ahorro es de 111.000 millones de dólares, más que suficiente para compensar a los PDGs si les suben los impuestos.

Uno de los métodos empleados consiste en transferir derechos de propiedad intelectual a una filial situada en las Islas Caimán, verbigracia, aunque la tecnología en cuestión y los costes inherentes hayan sido soportados por la matriz en EE UU. Al pagar los royalties a la filial se minoran los impuestos en EE UU, mucho más elevados que en el paraíso fiscal. En 2012, las empresas norteamericanas declararon beneficios en las Bermudas (80.000 millones de dólares) que superaban los que esas mismas empresas obtuvieron en Japón, China, Alemania y Francia acumulados. Sin embargo, el coste salarial de las filiales estadounidenses en las Bermudas solo representan el 0,02% de la masa salarial de las matrices. Esto es, obtienen beneficios prácticamente sin personal en paraísos fiscales con el único objetivo de pagar menos impuestos en la metrópoli.

En conclusión, mejor que recortar los ingresos por arriba, que también, sería aumentar los ingresos por abajo. Ahí está el quid.