Galicia tenía en marzo -la última fecha de la que existen datos oficiales disponibles- 17.488 afiliados más a la Seguridad Social que el año anterior. Aunque a menor ritmo que el conjunto del país, creó empleo. Pero ingresó por cotizaciones, la caja común necesaria para sostener las prestaciones, menos que en 2014. La aparente paradoja, que descienda la recaudación a la par que aumentan los trabajadores, tiene mucho que ver con el deterioro de lo que los especialistas denominan "la calidad contributiva" de los cotizantes. Los contratos precarios de los nuevos empleados y la reducción de sueldos han menguado las aportaciones, minando la esperanza de las personas, fundamentalmente jóvenes, que acceden por primera vez al mercado laboral.

Galicia cuenta con un número de cotizantes a la Seguridad Social insuficiente para sostener una población creciente de jubilados con cada vez mayores expectativas de vida. Hoy por hoy, ninguna comunidad logra cuadrar esa cuenta, aunque en el caso de la gallega el desequilibrio llega al máximo. Lo que los trabajadores gallegos aportan con la retención de sus nóminas sólo da para cubrir el 60% de lo que perciben los pensionistas. Los madrileños, los más aventajados, llegan al 93,7%.

La pirámide de población de la comunidad se asemeja a un orondo botijo: muy estrecha por abajo, la zona correspondiente a los natalicios, y enormemente ancha por arriba, los tramos de mayores. Difícil lograr la estabilidad de esa figura sin una base amplia que la asiente. Es decir, sin un número suficiente de habitantes sobre el que garantizar el natural reemplazo. Y el gráfico comparativo que plasma la evolución del número total de trabajadores y el de pensionados muestra dos líneas que antes avanzaban separadas y hoy están casi juntas. O sea, Galicia anda cerca de tener tantos activos como jubilados. Una proporción insostenible. En esto va cuarenta años por delante de España. Las proyecciones indican que el resto del país llegará a este punto allá por el 2050.

Al endemoniado rompecabezas de estos desajustes hay que añadir otro nuevo: el de la inmensa brecha generacional que empieza a abrirse entre unos jóvenes con sueldos escasos de cuya productividad dependen unas clases pasivas que incluso reciben retribuciones mayores.

La clase media gallega de las últimas décadas ha disfrutado de la posibilidad de progreso en el ascensor social. Cuando sus integrantes empezaron como fuerza laboral, empleos abundantes y aceptablemente remunerados les aguardaban. A pesar de baches y contratiempos, casarse durante la juventud, comprar casa y coche, escapar al sol en vacaciones, esperar una pensión aceptable a la hora de retirarse eran aspiraciones asequibles.

Las expectativas de la juventud de hoy son radicalmente distintas. La emancipación de los jóvenes gallegos se retrasa hasta los 32 años por la falta de ingresos. Tardan un trienio más en independizarse que antes de la crisis. La incertidumbre laboral es la norma. La formación y el trabajo duro y bien desempeñado no garantizan un empleo. Tampoco una remuneración adecuada. Y deambulan por el alambre durante meses como becarios para acumular experiencia y labrarse una carrera. Adquirir un piso aparece en estas circunstancias, cuando no consigues garantía de nada, como un sueño muy lejano. Fundar una familia, también. Por supuesto, ni siquiera pierden un minuto en pensar en la prestación de la que dispondrán cuando les toque. Bastante hacen con sobreponerse a los avatares diarios.

A las nuevas hornadas de gallegos les transfieren en herencia una inseguridad sin precedentes. Una injusticia. La situación requiere de grandes adaptaciones. El deterioro resulta letal para la confianza. Conseguir un puesto en una empresa ya no significa tener la situación arreglada, y eso es algo dramático, como recalcan los sociólogos. Las personas llamadas a tomar el testigo en la sociedad comprueban que carecen de la posibilidad de trazar una trayectoria vital ordenada pese a sus esfuerzos, lo que les induce al desánimo.

No hay que rasgarse las vestiduras. Sí repensar muchas cosas siendo conscientes de la necesidad de reasignar adecuadamente unos recursos escasos, que no dan para todo, eligiendo prioridades claras y realistas. Yerra quien enfoca el envejecimiento como una losa. Al contrario, constituye un hecho positivo. Haber alcanzado una de las esperanzas de vida más altas del mundo habla de nuestras excelencias sanitarias y de unas condiciones ambientales favorables.

Tampoco hace falta alarmar en exceso sobre la insostenibilidad del sistema de pensiones, aunque la Seguridad Social haya agotado más de la mitad de la hucha que acumuló en los tiempos de bonanza. Es de esperar que la productividad aumentará y ese dato de crecimiento escapa a la mayoría de las proyecciones a largo plazo. Hace medio siglo, las jubilaciones equivalían al 3% del PIB español. Hoy cuestan el triple, casi el 9%. Han subsistido hasta aquí sin graves contratiempos. Dentro de cuatro décadas alcanzarán el 15% de la riqueza nacional. Pero ¿quién puede aseverar que no vamos a contar entonces para sufragarlas con recursos que ni siquiera hoy somos capaces de imaginar?

Este complicado panorama pone de relieve, para los ciudadanos pícaros y las compañías proclives a la ingeniería de la elusión, la importancia de pagar impuestos. Aumentar la conciencia fiscal no significa elevar tributos sino repartirlos de manera proporcionada y equitativa entre todos, e invertirlos en destinos productivos. El todavía insuficiente recorte del déficit no ha reposado en una reducción del gasto de las administraciones sino en el aumento de los ingresos por el esfuerzo de los contribuyentes, hacia cuyos hombros han desplazado la carga. Los políticos usaron la crisis para sus brindis al sol y sus demagogias, no para reformas que extirparan los profundos males estructurales existentes. Para acabar con tanta brecha generacional y tanta incertidumbre precisamos producir riqueza. No existe otro camino que reduzca la desigualdad.