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Daniel Capó FdV

Puesta al día

El cristianismo nació bajo el signo de la división. Pensemos en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo, donde se reflejan las tensiones que enfrentaban a los seguidores de Jesús. Por un lado estaba Santiago y la iglesia de Jerusalén, que insistían en la plena observancia de la ley mosaica y en mantener la vinculación con el judaísmo; por otro, los partidarios de san Pablo, que se abrían a los pueblos gentiles fuera del marco estricto de Israel. Esa pugna soterrada se prolongó durante siglos, mientras se iba erigiendo el edificio dogmático del catolicismo y se consolidaba la ortodoxia. Ya en el segundo milenio, una serie de disputas doctrinales dividieron a Europa en dos: Occidente y Oriente, Roma y Constantinopla. Y, al llegar la Reforma protestante en el siglo XVI, de nuevo la cristiandad se rompió en otras dos mitades: los países luteranos del norte y los católicos del sur mediterráneo. Fue un corte sangrante, pródigo en guerras y persecuciones.

Sin grandes cismas, el catolicismo moderno nos sigue hablando de una tensión latente. En la década de los cincuenta, el teólogo francés y futuro cardenal Yves Congar lamentaba la mariolatría dominante en el pontificado de Pío XII y reclamaba un retorno a la pureza de los orígenes. El Concilio Vaticano II llamó al aggiornamento y a la modernización bajo la promesa de una nueva "primavera eclesial". Los resultados no fueron los esperados, aunque el diagnóstico de los males de la Iglesia siga dividiendo a conservadores y aperturistas. Para los primeros, solo con la fidelidad a la tradición y la solidez doctrinal se podrá recuperar la presencia católica en el mundo. Para los segundos, la adaptación a la modernidad constituye un requisito ineludible. Unos quieren combatir el relativismo por medio de una fuerte identidad cultural y religiosa; los otros, en cambio, proponen una agenda con un significativo componente de reforma social y diálogo intercultural. Las dos iglesias conviven dándose la espalda y mirándose de reojo. Benedicto XVI, con su amor por la liturgia y su rechazo del relativismo, apelaba a los conservadores; el papa Francisco, con su gestualidad instintiva, se dirige más bien a los liberales. Aquel era un papa doctrinal y teológico, este refleja un sentido básicamente pastoral de su misión. Ratzinger fue el último pontífice europeo; Bergoglio responde a otras coordenadas, seguramente más universales, menos eurocéntricas.

Con la reciente exhortación apostólica Amoris Laetitia, el papa Francisco lanza un mensaje en apariencia contradictorio, que corrobora su deseo de no defraudar a ninguna de las alas ideológicas del catolicismo. Por una parte, reafirma la doctrina tradicional de la Iglesia; por otra, llama a un mayor discernimiento caso a caso. Así, por ejemplo, la indisolubilidad del matrimonio se presenta como un ideal no siempre alcanzable y se invita a que, de forma individual, las iglesias locales decidan si un divorciado vuelto a casar puede comulgar o no. En realidad, con su exhortación, Francisco rubrica lo que ya es una práctica habitual en muchas parroquias y se ciñe a la realidad de la calle. De hecho, en su biografía de Bergoglio, el periodista Austen Ivereigh subraya que el pontífice argentino confía más en el instinto teológico de las clases populares que en las sutiles argumentaciones de las elites intelectuales.

Con una presencia cada vez más marginal en la sociedad, el cristianismo se repliega en toda Europa, ya sea en su vertiente católica o protestante. No parece ni que el giro conservador de los papas anteriores ni la apuesta progresista del actual puedan cambiar esta tendencia. El eclipse de lo religioso en Occidente es ya un hecho que difícilmente tiene marcha atrás a corto o medio plazo.

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