Hace unos años, en Nueva York, le pregunté a un barman si me podía recomendar alguna de las pocas botellas de whisky que se escondían tras su figura. Antes de que yo pudiera terminar de hablar, el hombre levantó la mirada del suelo y, un tanto extrañado, me espetó: "Pero si son todos iguales". En ese momento no sabía si, en vez de aconsejarme sobre la calidad de la bebida, estaba hablando de las mujeres, de los hombres o de los políticos, ya que en su respuesta se podía percibir ese tono de resignación, o incluso de indignación, que aparece cuando se hurga por error en las heridas del pasado ajeno. "¿Acaso no los conoces? Elijas lo que elijas acabarás igual", parecía insinuar. Con esto venía a decir, de algún modo, que la consecuencia, es decir, la borrachera, es la misma: no se puede confiar en unos más que en otros. Lo cierto es que la contestación me pareció asombrosa. A lo largo de mi vida había visto cómo se insultaba, por razones diversas, a los consumidores, pero jamás a las consumiciones. Tampoco comprendí entonces, si las marcas no se diferenciaban en absoluto, por qué las copas variaban significativamente de precio. Sin embargo, varios lustros de experiencia detrás de una barra le daban a aquella persona la suficiente autoridad como para cuestionar el sentido de mi pregunta. Acabé eligiéndola yo mismo y no volvimos a hablar del tema. Ahora sé que se trataba de un discurso antisistema. Que la veteranía en el oficio le había conducido al desencanto.

Nuestra democracia corre el peligro de convertirse en algo parecido. Los clientes (votantes) acuden a los pubs (las urnas) con la aspiración de probar algo distinto (cambio) y se encuentran con unas botellas (partidos) que, aun exponiéndose con diferentes colores y etiquetas, contienen los mismos ingredientes y causan los mismos efectos. La vieja y la nueva política se enfrentan a sus respectivas crisis de manera similar: fulminan si es necesario fulminar y obedecen al líder cuando toca, tardando poco en llevar al terreno personal sus discrepancias estratégicas. Si algo positivo tuvo esta época disparatada, de hacer campaña en el Parlamento y crear asociaciones imaginarias, es precisamente la oportunidad que tuvieron los españoles de observar la cara que los políticos, por más que intentaran disimular, mostraron a través de sus declaraciones y decisiones. De ahí que las próximas elecciones generen una cierta curiosidad sobre cuáles podrían ser sus resultados: no nos intriga saber quiénes van a ganar sino quiénes serán los castigados.

Las reacciones de los miembros de Podemos y del PSOE a la ruptura de las negociaciones fueron tan hilarantes como previsibles. Unos decían que tenían que consultar a las bases y los otros aseguraban sentirse engañados. Excusas de manual para cualquier ruptura sentimental. "En realidad nunca creíste en esto". "No eres tú, soy yo, que soy muy asambleario". A ninguno le interesaba demasiado el pacto, aunque nadie quería romper porque conviene aparecer ante la opinión pública como el amante despechado. La izquierda, mientras tanto, continúa esperando. Dentro de unos meses, cuando haya que votar, los electores se acercarán a las papeletas y se preguntarán cuál es la mejor opción. Recordaré entonces las sabias palabras de aquel barman. El cual, por cierto, nunca me falló. Algunos, desde lejos, parecían "reserva", pero nos despertamos como si hubiéramos bebido garrafón.