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Joaquín Rábago.

Ciudadanos

Una vez más los holandeses se han mostrado díscolos al rechazar un acuerdo negociado por Bruselas. La primera vez fue en 2005 cuando votaron en contra del primer proyecto de Constitución Europea. Lo hicieron también por cierto entonces, al ser consultados también en referéndum, los franceses.

Ahora los primeros han vuelto a decir no: esta vez al acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Ucrania, un documento que ha servido, entre otras cosas, para introducir una nueva cuña en las ya difíciles relaciones entre la UE y la Rusia de Vladimir Putin.

Hubo fuertes presiones por parte de la Comisión Europea, presidida entonces por el portugués Barroso, quien insistió en que Kiev tenía que decidirse entre la Unión Aduanera con Rusia, Bielorrusia y Kazajistán y el tratado de libre comercio con Bruselas, pues ambas cosas eran incompatibles.

El entonces presidente ucraniano, Viktor Yanukovich se negó a aceptar las condiciones que ponía Bruselas. Estalló una revolución popular, la de la plaza de Maidán, alentada por Occidente, que llevó al poder a un nuevo gobierno, que terminó aceptando, con el consiguiente envenenamiento de las relaciones de ese país con Rusia.

El acuerdo de asociación ha sido ratificado por los diversos Parlamentos nacionales, pero en Holanda se dejó que hablara el pueblo de forma directa y no a través de sus representantes, y el resultado es el que hemos conocido ahora.

Y ese resultado es un mal presagio para otra consulta popular mucho más importante para el futuro de Europa como es el anunciado referéndum británico sobre la permanencia del Reino Unido en la UE incluso a las condiciones negociadas por el Gobierno de Londres.

Condiciones que por cierto habrían sido imposibles en el caso de un país más pequeño y sin una industria financiera tan poderosa como la británica porque también hay clases entre los socios europeos.

Hay que inscribir en cualquier caso este nuevo "no" de los holandeses en un fenómeno de claro distanciamiento de los ciudadanos europeos con respecto a las elites que los gobiernan, distanciamiento que adopta diferentes formas.

Entre ellas, la abstención, el auge de los llamados partidos "populistas" o las actuales protestas callejeras en las ciudades francesas contra un gobierno como el de François Hollande que de socialista apenas parece quedarle ya más que el nombre.

Los ciudadanos ven cómo se toman muchas veces tanto en las capitales de sus países como en la Unión Europea decisiones con las que no están de acuerdo, que agravan sus problemas y aumentan su sensación de precariedad y desamparo.

En muchos casos, los gobiernos, ya sean conservadores, liberales o tengan la cada vez más desteñida etiqueta socialdemócrata, culpan a Bruselas o Berlín de las medidas que dicen verse obligados a tomar, ocultando su propia responsabilidad en esas decisiones.

O ven también los ciudadanos cómo Bruselas negocia en secreto con Estados Unidos y Canadá acuerdos de libre comercio e inversiones, en cuya redacción han influido poderosos "lobbies" de la industria y las multinacionales, que, como es lógico, atienden solo a sus propios beneficios.

Y no ayudan tampoco a frenar el reinante escepticismo escándalos como el último de los papeles de Panamá, que revelan cómo mientras al ciudadano de a pie se le exige que cumpla sus obligaciones con Hacienda, muchos políticos ponen a buen recaudo sus fortunas en paraísos fiscales a los que si combaten, es hasta ahora solo de boquilla.

Esa es la Europa que tenemos.

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