En La silla de Fernando, un documental realizado por David Trueba y Luis Alegre, recomendable no solo para cualquier aficionado al cine sino para los amantes de la vida, Fernando Fernán Gómez cuenta una historia. Se trata del relato de cómo a su madre le arrebataron el piso, su "mayor ilusión", porque, de acuerdo con la ley que habían aprobado durante los primeros años del franquismo, "cuando el dueño de la finca tenía una hija que se casaba, o un sacerdote que solicitaba piso, o un policía que solicitaba piso, había que echar al vecino que vivía más solo". Por lo tanto, su madre, continuaba explicando el actor, "sobre la angustia de haberse quedado sola, porque su hijo se había casado y se había ido a otro sitio, tuvo la angustia de perder el piso por la razón de haberse quedado sola".

Mientras un piano suena de fondo, el autor de Las bicicletas son para el verano, hipnotizándonos con su voz cautivadora y sus perspicaces observaciones, nos recuerda que, por mucho esfuerzo y entusiasmo que pongamos a las cosas, por mucho que ahorremos y estudiemos, o hagamos nuestro trabajo de la manera más honrada posible, o tratemos de cumplir religiosamente con nuestras obligaciones ciudadanas, siempre estaremos a merced del azar y dependeremos de las decisiones que tomen los "altos poderes" elegidos o impuestos en un determinado momento. "Con esto yo lo que quiero es dar una lección, por mis muchos años me puedo permitir este gusto, a todos los que creen que el futuro está en sus manos y no en las manos de los que se han apoderado del futuro de todos nosotros".

Lejos de incitar al nihilismo o a la desidia, ni de tratar de recurrir a la repulsiva demagogia que destilan algunos políticos europeos y estadounidenses actuales, Fernando Fernán Gómez pretendía, al darnos ese consejo, que todos asimiláramos una realidad irrefutable que ahora, en nuestros tiempos de crisis y desahucios, de terrorismo y xenofobia, de rescates financieros y pérdidas de soberanía, vuelve a ser igual de nítida que entonces: somos prisioneros de nuestras circunstancias históricas y súbditos del imperio de la casualidad. Cuando por fin lo comprendamos, parecía sugerir el cineasta, aunque el sufrimiento perdure, podremos enfrentarnos con una mayor lucidez a los caprichos del destino y disfrutaremos algo de nuestras perecederas existencias, al despojarnos de esa frustración que siempre acompaña al desengaño.

Embriagados por la sensación de fin de siècle, que tiene reminiscencias de épocas trágicas y oscuras, e involucrados en la desesperada búsqueda de culpables, enemigos y salvadores, algunos están cayendo en la tentación de tratar de explicar el mundo dividiéndolo entre "nosotros" y "ellos", Oriente y Occidente, cuando la complejidad de la situación exige, si queremos evitar una fatídica repetición de la historia, el mayor número de expertos en la meticulosa identificación de matices. Pero escuchamos las declaraciones -vitoreadas por un número alarmante de personas- de los candidatos republicanos Ted Cruz y Donald Trump, quienes cada día que pasa se parecen más en el fondo y en las formas, sobre la necesidad de "vigilar" a todos los musulmanes (cómo se ejecutaría semejante operación todavía sigue siendo un misterio), y el pesimismo nos invade. Resulta muy aterrador, la verdad, contemplar siquiera la posibilidad de que uno de esos dos hombres se apodere del futuro de todos nosotros.