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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Nos roban hasta las horas

No contento con sacarnos los untos en impuestos, comisiones y otros latrocinios, el Gobierno nos va a robar una hora mañana, sábado, al amparo de la furtiva luz de la madrugada. Se obrará así el prodigio de que un día tenga 23 horas, cosa que -como tantas otras- pueden los gerifaltes ordenar por decreto sin que nadie chiste.

El asalto se produce todos los años por estas fechas con nocturnidad y el agravante de reincidencia; pero aun así, no acaba uno de acostumbrarse. La población en general, por su parte, se ha resignado ya a considerar como normales esta clase de tropelías. Si los gerifaltes se dedican a robar los cuartos del contribuyente cada vez que llegan al poder, el hurto de una hora al año parece una cuestión menor y en cierto modo aceptable.

Consuela además saber que la hora de sueño perdida en marzo nos será devuelta allá para el otoño bajo el mismo argumento de la eficiencia energética. Los dos duros que se ahorran por cabeza al año no debieran compensar en modo alguno la alteración del descanso en este país donde tan poco y mal se duerme; pero no hay manera de convencer de tal cosa a los altos poderes de Europa.

Aquí y en la mayor parte del continente, el Estado usurpa las funciones que antiguamente correspondían al dios Cronos, aquel primer relojero de fábula. Tanta es la soberbia de los gobiernos que en el caso de Galicia, por ejemplo, no han dudado en enmendarle la plana al Sol, que es la más antigua y universal de las deidades adoradas por el hombre.

Si se guiasen por la hora solar -que es la buena y, por así decirlo, ecológica-, los gallegos debería sincronizar sus relojes con los de sus vecinos portugueses, los británicos y los canarios. Pero qué va. Acostumbrados a mangonearlo todo, los gobernantes desprecian la lógica de los meridianos hasta el punto de cambiar la hora natural por una hora política inspirada en torpes -y no del todo exactos- criterios de ahorro financiero.

Están aún por evaluar las consecuencias del desajuste entre el horario solar y el que nos impone el Estado; por no hablar ya de los cambios adicionales a los que nos somete en primavera y otoño. No es improbable que la salud de la población se resienta -como sostienen algunos médicos, contra el parecer de otros- con ese trastrueque de horas. El reloj biológico del pueblo ha de sufrir, por fuerza, con los fastidiosos adelantos y atrasos que el Gobierno introduce dos veces al año en sus ciclos de sueño y vigilia.

Lo notable del caso es que la población ya ni se inmuta y parece haber aceptado como normales -ya que no lógicos- estos reajustes de agujas que, tal día como mañana, implican el robo de una hora de sueño al contribuyente. Se conoce que una fechoría repetida lo bastante a menudo pasa a ser un hecho natural. O que los españoles, gente conservadora y poco amiga de los cambios, optan por la filosofía parda de que más vale lo malo conocido que llevarle la contraria al Gobierno.

Admitir que el Estado puede ordenar en el BOE la hora qué es, diga lo que diga Greenwich, plantea sin embargo un cierto riesgo. Animados por la conformidad de la gente ante sus decretos, los mandamases al frente del país pudieran caer en la tentación de decidir también a su gusto si hoy es viernes o lunes. No quisiera uno dar ideas con esto, naturalmente. Pero es lo que hay.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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