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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Unas procesiones sin música

En la ciudad donde resido nunca hubo una pasión desbordada por las corridas de toros ni por las procesiones de Semana Santa. Ni siquiera en los tiempos del nacional-catolicismo triunfante durante la larga dictadura. Además, el tiempo loco del comienzo de la primavera solía castigar con agua y frío a los penitentes que se echaban a la calle para sacar de paseo a las imágenes y a quienes se entretenían viéndolos pasar. (En los años de pobretería del franquismo de posguerra cualquier espectáculo gratuito tenía clientela asegurada).

Siendo niño me llevaban mis padres a casa de unos amigos que tenían unos balcones estratégicamente orientados al discurrir procesional y allí permanecíamos de pie durante dos horas mientras los penitentes avanzaban con una lentitud desesperante. Para un personaje que todavía vestía de pantalón corto, las procesiones de Semana Santa eran un espectáculo tan fascinante como tétrico. Impresionaban las largas colas de hombres y de mujeres con velones encendidos en la mano, las cadenas que arrastraban los ofrecidos, los estandartes en alto, los capuchones de los cofrades (tan parecidos a los del Ku-Klux-Klan), la tropilla de curas de luto, las dignísimas autoridades civiles y militares, y la banda de música que cerraba el cortejo y ponía un punto de sonora solemnidad a la celebración. Pero sobre todo impresionaba el rígido rictus de dolor de las imágenes religiosas, la sangre con que pintaban sus miembros torturados, los puñales clavados en el corazón de la Virgen María, la corona de espinas que ceñía la frente de su hijo, siempre abrumado por el peso del madero sobre el que lo iban a crucificar.

De vez en cuando, los costaleros que cargaban con los pasos se detenían a descansar y en uno de los balcones de enfrente un espontáneo, siempre el mismo, se arrancaba a mal cantar una saeta. Concluido el descanso y la tortura musical, el cortejo se volvía a poner en marcha camino de la iglesia de donde había salido. Siempre con un paso cansino, siempre acompañado por un redoble de tambor, como si fuera el anuncio de una ejecución inminente.

Para un niño, los días de aquella Semana Santa sin otro cine que el religioso, música fúnebre en las emisoras de radio, y procesiones a todas horas, eran un trance difícil de pasar. Ya en la mayoría de edad estuve muchos años de espaldas a las procesiones de Semana Santa hasta que me reconcilié en cierta manera con ellas tras sumergirme en el magnífico espectáculo con que se representan en tantos pueblos y ciudades del sur de España. Un clima que ha descrito maravillosamente el escritor y periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, muerto en el exilio de Londres a los 47 años cuando faltaba uno para que terminase la Segunda Guerra Mundial.

Habría que escribir tan bien, y tan divertidamente, como Chaves Nogales para comentar lo sucedido en la ciudad en que resido donde la nueva corporación municipal acordó no ceder la banda a las procesiones de Semana Santa al descubrir que costaba un ojo de la cara en horas extraordinarias darles acompañamiento musical. Algunos son de la idea de que la Iglesia Católica ya está suficientemente subvencionada por el Estado.

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