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La muerte de un paraguas

Antes los paraguas morían de puro viejos, con la tela consumida por la intemperie y las varillas agotadas por el óxido. Curtidos en mil batallas contra el viento y el aguacero los paraguas nos acompañaban de por vida.

Los de los pastores por las montañas viajaban acomodados a la espalda, colgados del cuello de la camisa a la espera de ser desplegados.

Ya no hay paraguas como los de antes. Los de ahora son endebles y han nacido para morirse al primer viento racheado. Son paraguas de yogur con una vida marcada por los dictados de una sociedad de compra y tira. La mortalidad infantil de los paraguas es altísima. Y a nadie parece preocuparle.

Los días de lluvia y viento sus cadáveres atascan las papeleras urbanas, que parecen muladares. Sus varillas y su tela, esparcidas por las aceras, como la piel y las costillas de una carroña visitada por los buitres. Son paraguas casi niños, jóvenes, recién salidos de la tienda o del regalo de un banco y muertos en su primer día de trabajo. Es tremendo. Están nuevos y muertos a la vez.

Yo me paro a menudo ante ellos. Los cojo y los miro a ver si están de verdad muertos o heridos de gravedad, con la esperanza de salvarles la vida. No hay nada que hacer. Están hechos para que no puedan ser curados. Los paraguas ya no se fabrican para cobijarnos de la lluvia, no: los hacen para que los llevemos al matadero los días de viento. Es un ritual perverso de esta sociedad extraña que se empeña en crear y destrozar objetos lo más rápido posible. Primero matamos a los paragüeros, que eran sus médicos, y ahora ya, directamente, los exterminamos a ellos.

Tengo un paraguas en casa al que he cogido cariño. Es tan frágil, tan delicado, que no quiero sacrificarlo. Sé que si lo saco a la calle un día de lluvia y lo abro, lo mato. Él no me dice nada, pero intuyo su frustración: no es vida para alguien nacido para parar el agua pasársela eternamente en el fondo de un armario envuelto en un estuche de celofán.

Tengo otro que antes de morirse se hace el muerto. Es una maravilla. Antes de romperse por una ráfaga de viento se pliega y se descompone. Es un paraguas inteligente.

Pero no todos los paraguas tienen la misma cara y se dedican a lo mismo. En una ocasión que me bajaba con prisa de un vagón del metro en Madrid un nigeriano de ébano me advirtió: "¡Señor, señor, olvida su sombrilla". En los países en los que a los paraguas llaman sombrilla sus habitantes nunca se cubren de la lluvia.

Contemplando en una papelera del parque a la última víctima de la prisa, más que del viento, vienen a mi memoria los recios paraguas de los campesinos. Solemnes. Como los que da cuenta Álvaro Cunqueiro, reforzados, de dieciséis varillas, que cerrados servían de bastón. Paraguas con personalidad, tozudos o dialogantes, compañeros en la conversación bajo la lluvia por las corredorias gallegas. Jacinto, cuenta Cunqueiro en uno de sus cuentos, se convirtió en paraguas una tarde de tormenta. Su cara quedó impresa en la empuñadura. Su mujer lo encontró tirado en una cuneta, lo recogió, lo llevó a casa, lo limpió, lo seco y al anochecer se metió en la cama con él. No en vano, como hombre, o como paraguas, ella había jurado ante el altar fidelidad eterna a su marido, en la salud y en la enfermedad. Antes los matrimonios, y los paraguas, eran para toda la vida.

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