Julián San Segundo. Don Julián. Nos pedía que le apeásemos el "don" y el "usted". Al principio, jueces jóvenes, nos costaba hacerlo; nos parecía como un atrevimiento transgresor de aquel espacio de respeto que, por la edad y su ascendiente como antiguo preparador, le debíamos y le tributábamos espontáneamente. Pero él insistía y cedíamos. Tal vez eran las mujeres jueces las que seguían manteniendo el "don Julián", que el paso del tiempo fue tiñendo de afecto y ternura.

Un pequeño grupo de antiguos opositores nos reuníamos a comer con él en Navidades o en verano. Yo le decía que íbamos a degustar algún pescado y a charlar, pero que no se le ocurriese preguntarnos tema alguno de Derecho civil. Y él reía complacido la broma. Invariablemente, al terminar aquellas comidas, insistía emocionado en transmitirnos su gratitud: -"No os imagináis -decía- lo mucho que para mí significa que al paso de los años me recordéis y me llaméis para pasar este rato con vosotros".- Y lo repetía con especial énfasis, como si quisiera hacernos tangible su sentimiento. La última comida transcurrió en una atmósfera familiar y acogedora; ya no podremos olvidarla. Como siempre, al terminar, repitió el mismo gesto, volvió a sus palabras: -"No os podéis imaginar lo mucho que os agradezco?" Y yo, que estaba sentado junto a él, me pareció advertir que en esta ocasión la voz, con emoción contenida, se le quebraba ligeramente. Pero él tenía que saber -¿se lo dijimos alguna vez?- que la deuda de gratitud era nuestra porque nos acompañó y nos dio aliento en un trance duro y capital de nuestras vidas.

En los últimos tiempos, profundamente malherido por la muerte de María Teresa, enfrentado solo a la vejez, se lamentaba por el deterioro que el paso del tiempo causaba en su cuerpo, en sus facultades. Me conmovía cuando se quejaba de su pérdida de memoria; parecía que era esa decadencia la más temida, la que le contrariaba de manera especial. Y entonces, para ponerse a prueba, rememoraba a la letra algún precepto del Código Civil, y yo, que tantos tuve que recitar ante él para ensayar mi combate ante un inmisericorde y pétreo tribunal, me encontraba, al cabo de los años, oyéndole repetir el artículo 1º del viejo código con el que él quería desafiar al tribunal, también inmisericorde, del paso del tiempo.

Se ha ido cerrando tras de sí la puerta de la vida calladamente, con deliberado sigilo, con la elegante discreción que le caracterizó en vida, y afrontó su final con la serenidad de espíritu que solo el hombre de bien puede alcanzar.

Desde hace algún tiempo, cada vez que alguien cercano se va para siempre, se despierta en mí el recuerdo de aquella leyenda inscrita en un viejo reloj, ese indolente contable de las horas de nuestras vidas: Vulnerant omnes, ultima necat. Todas hieren, la última mata. Esa es la verdad de la vida, la verdad del tiempo, acaso la única verdad. Y Julián, don Julián, desde esa última hora ha dejado de estar entre nosotros, pero pasa ahora a estar en nosotros, es decir, imborrable en nuestra memoria.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo