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Juan José Millás.

Una crueldad

Los quioscos de prensa forman una red de puntos de venta más tupida que un mantel de ganchillo. O la formaban hasta hace cuatro días porque se encuentran en peligro de extinción, como la mariposa Karner azul, de la que quedan cuatro o cinco ejemplares (quizá cuatro o cinco millones, ahora no caigo). Ya hemos escrito sobre este asunto, pero no cejaremos hasta que alguien haga algo. A lo mejor si uniéramos todos los quioscos de España con una línea, como en ese pasatiempo de las páginas de ocio del periódico, nos saldría una figura con sentido. Después de todo, no brotaron de la nada. Fueron el resultado de una conquista cuyo objeto era colocar en cada esquina un grumo de cultura. El quiosco es un espacio apretadísimo de sabiduría. Además del diario y las revistas, puedes adquirir en él una Historia de la Filosofía. Yo tengo en mis estanterías colecciones de quiosco que van desde diversas selecciones de novelas policíacas a una biblioteca de temas científicos. Le debo mucho al quiosco. Preferiría morir yo antes que asistir a su defunción.

Con mi primera novia quedaba en un quiosco de la Gran Vía. A las siete de la tarde. Mientras la esperaba, leía las portadas de los semanarios y comentaba las noticias de primera página con la quiosquera, que era la madre de mi novia. De paso, me cogía un catarro porque entonces en Madrid hacía mucho frío. Tengo un par de zonas del pulmón derecho necrosadas pues enseguida me bajaba al pecho por efecto de la gravedad. Soy un superviviente de la última glaciación. Pero a lo que íbamos: mi segunda novia era hija de una librera y quedábamos en el interior de la librería, lo que fue un progreso médico y cultural. O eso creía equivocadamente yo. De hecho, las librerías acabaron vendiendo periódicos también. El padre de mi tercera novia era editor. Se negó a publicarme un libro de cuentos, por lo que rompimos. Al mes siguiente fui abandonado por la hija.

El caso es que si mañana se jubilara mi quiosquero, tendría que coger el metro para ir a por el periódico. Y lo cogería, pero me parece una crueldad. Por otra parte, el hábito de empezar el día leyendo la prensa de papel implica un instinto cultural del que resulta difícil deshacerse. O sea, que cogería el metro.

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