Celebradas en el Congreso de Diputados las obligatorias sesiones para debatir la investidura del presidente del Gobierno, puede afirmarse que estuvieron presididas por el fracaso, sin que haya que limitar la aplicación de este vocablo al defenestrado candidato. Hubo más afán por embestir que por investir con insidiosas descalificaciones, insultos y actitudes inconcebibles por el origen de los protagonistas, sin entrar apenas en el debate de los problemas que afectan a los ciudadanos y sin anunciar programas planificados y creíbles; es decir, configurando un panorama con el fracaso como denominador común.

Todo ello da pie para las crónicas, comentarios y opiniones que vienen proliferando en los medios de comunicación, a los que no me sumo, porque en este caso mi propósito es centrarme en unas cuantas pinceladas que desearía quedasen en simples anécdotas, aunque me temo que desafortunadamente tal deseo no se vea cumplido.

Por la singularidad de lo que pretendo comentar, quiero dejar al margen cualquiera connotación de ideología política y haciendo la salvedad de que todas ellas me merecen el máximo respeto, con el solo límite o línea roja de que no rebasen los parámetros de la honestidad y el sentido común.

Sentada esta premisa, empezaré por referirme a la aberrante escena del beso en la boca de dos diputados y que, descartando una actitud homosexual, admito que si se hizo para ganar notoriedad, sin duda lo han conseguido, pero por un medio que no es de recibo, como tampoco lo sería si tuviese algo que ver con el mundo gay. Otra hipótesis es que se pretendiese atraer el voto de un sector de la población, pero aún así ¿debe ser ese el método? La benevolencia con un ladrón no consiste en emularle en los robos.

La presencia de dios ósculo no se eclipsa tras ese inusitado episodio de mal gusto y se sigue afirmando que florece el amor en la política y que un posible acuerdo para formar gobierno bien pudiera adjetivarse con el pacto del beso, olvidando que, de acuerdo con una popular copia, el beso en España no se le da a cualquiera.

Sin abandonar el sendero del erotismo se produce una sospechosa e inmoral oferta que, a mi juicio, colma el vaso de los despropósitos. Me refiero, claro está, a que ante el posible interés amoroso de una diputada y un diputado de distintos partidos, el secretario general de uno de ellos les ofrezca su despacho para garantizarles intimidad. No sé si esa posible relación existe o no existe, pero la oferta, además de inmoral, me parece realmente desafortunada porque se está transformando un despacho oficial en una casa de citas. ¡Qué exagerada cortesía!

Sin abandonar el palio del fracaso y lo absurdo, no puedo ocultar mi asombro ante el hecho de que quien necesita pactar con los socialistas para aplacar su insaciable sed de tocar poder se atreva a formular una acusación tan grave como la que implicaría a Felipe González en inhumanos métodos de cal viva. ¿Cómo se puede llegar a acuerdos con un partido tras vituperar de esa forma a su principal icono?, porque aunque la política haga extraños compañeros de cama no es presumible que unos brochazos de cal viva permitan conciliar el sueño.

Tal como me propuse, paso de puntillas sobre el vital lance político de investir al presidente del Gobierno, sin que ello implique que no me importa, porque, como a todos los españoles, me importa y mucho, ya que de quien maneje el timón depende nuestra próxima singladura cuatrienal y que, por supuesto, no debiera gobernarse desde una casa de citas.