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Joaquín Rábago.

Wir schaffen das

Cuando la canciller alemana Angela Merkel pronunció aquella frase que se haría inmediatamente famosa de "Wir schaffen das" ('Lo conseguiremos'), no debió de imaginarse siquiera lo que se le venía encima.

Aquel arranque inesperado de la hija de un pastor protestante, tan criticada hasta ese momento por su insensibilidad frente a los sufrimientos del pueblo griego, iba a provocar que decenas de miles de refugiados del mundo islámico vieran de pronto abiertas las puertas de Europa.

La dirigente germana debió de pensar que dar asilo a quienes escapaban de la destrucción de sus países, en especial los sirios, no solo era un deber humanitario por parte de una nación que había cometido crímenes horribles en el pasado, sino que también iba a poder beneficiarse de ese aflujo.

Alemania, como otros países europeos de baja natalidad, necesitaba savia nueva, y gentes bien formadas en una dictadura laica como la siria, podían suplir esa carencia y convertirse incluso en una bendición para su economía.

Pero la canciller alemana no previó la magnitud del problema ni, por supuesto, tampoco la reacción negativa de sus socios comunitarios, con quienes no tuvo la precaución de consultar aquel gesto de acogida y a los que colocó ante unos hechos consumados.

Y ahora, Europa se encuentra con que tiene que hacer frente a la llegada incesante de miles de personas que huyen de unos países convertidos en campos de ruinas por los conflictos étnicos y religiosos que siguieron inmediatamente a las malhadadas intervenciones de Estados Unidos y sus más estrechos aliados.

Unos Estados Unidos que no quieren saber ya nada de aquello y que parecen decirles a los europeos que allá se las arreglen porque ese es un problema que nada tiene que ver con ellos.

¿Puede Europa soportar indefinidamente esa afluencia de gentes sin ver sometidas a tensiones insoportables sus propias sociedades, sin que salten finalmente las costuras?, se preguntan cada vez más gentes en vista de lo que sucede.

¿Sirven de algo las fronteras exteriores? ¿Tenemos que acoger en nuestro continente toda la miseria del mundo, de la que por cierto muchos olvidan que somos en parte responsables, cuando llama, como ahora, a nuestras puertas?

Son preguntas que se escuchan cada vez más en todas partes, incluso en aquellos países, como los del Este de Europa, que prácticamente no conocen el fenómeno inmigratorio, pero donde se da una aversión profunda a la multietnicidad, en la que solo ven una fuente de futuros problemas.

No basta con decir que la inmigración está siendo aprovechada por demagogos de toda laya para meterle miedo al ciudadano medio, receloso de la competencia que pueden presentar los recién llegados en una situación de recortes continuos de derechos sociales y precariedad laboral.

Ahora los gobiernos europeos, tras ver cómo los ciudadanos sucumben cada vez más a los cantos de sirena de los populistas, tratan de desplazar el problema a las fronteras de la UE, creando bolsas de acogida y de criba de refugiados en suelo turco sin que parezca importar nada el carácter poco respetuoso de los derechos humanos de su régimen.

Y mientras tanto, ¿preocupa algo la suerte de todos esos países a cuya destrucción hemos contribuido, su desastroso abandono por tantas familias y tantos jóvenes, muchos de ellos bien formados, pero condenados al desarraigo y muchas veces a la discriminación en una Europa tantas veces hostil?

¿No es por ahí , por su pacificación y reconstrucción, por donde habría que empezar?

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