Miro a través de la ventana; la oscuridad no puede apagar tanta nieve. Tras el horizonte que aparenta cerrarse, lo sabemos, se abren otros horizontes: una lengua desenroscada un ciento de kilómetros con nuestras huellas obstinadas cosidas sobre ella. Ya no hay secretos. El Inari es un encriptado de islas, bosques, costas, encerronas, desiertos; nada es lo que parece cuando lo contemplas desde la distancia. A medida que avanzas y el paisaje, que baila en el ojo del calidoscopio, deja de moverse acaba por encajar finalmente en la realidad de nuestros mapas.

Hace días que dejaron de seguirnos los renos, los pájaros y, a veces, hasta los satélites. Desde entonces solo escuchamos nuestras voces, el "zoom" de los trineos lijando el suelo y el espasmo inquietante que producen miles de metros cúbicos de nieve asentándose bajo nuestros esquíes y, entonces, un respingo, la expresión infantil en el rostro de Silvia, que hacía años que ya no veía, esa expresión de sorpresa cuando te descubrían en el juego del "escondite" y su susurro sonando a "Ave María": "¡No es el hielo, no es el hielo!", las exclamaciones de Estela y Verónica al mismo tiempo "¿Habéis oído eso?". Cómo no hacerlo, el silencio se quiebra por un instante con el único sonido que no procede ni de los trineos ni de nuestras voces ni de nuestros pensamientos. Y no, no es el hielo; el hielo se rompe con un disparo al aire, rotundo, incontestable, estremecedor.

Cuando el frío desaparezca, pienso, y la inquietud bajo nuestros pies se seque tierra adentro, si hubo magia, la magia quedará para siempre.

Miro por la ventana de la cabaña, allá lejos, a la noche estrellada que se llenó de auroras boreales; de vientos solares chocando sobre nuestras cabezas en una fiesta de luces verdes y blancas, la tradición cuenta que tendremos suerte el resto de nuestras vidas. Y es que mientras haya auroras en el cielo, todos la tendremos. Y se cumple: olvidamos que nuestros sacos se extienden sobre cuarenta centímetros de nieve esponja, sesenta de hielo cristal y veinte metros de agua helada hasta el lecho del lago.

Miro al amanecer. Tras los árboles, el ojo rojo de un dragón nos espía mientras desmontamos nuestras tiendas y nos ponemos en marcha. El aviso de Estela: "¡Son las nueve, nos vamos!". El sol apenas va a elevarse un palmo sobre la copa de los árboles, apenas ha despertado aún de su letargo y mientras lo hace, en el otro extremo de la tierra, la Antártida, comienza su única y larga noche polar. Al Sur, el océano vuelve a componer su mosaico de hielos rotos en torno a la costa, bajo él se encienden los peces bioluminiscentes, las ballenas comienzan su viaje hacia las costas australianas, africanas y el Caribe, los pingüinos se abrazan en círculo para soportar las tempestades y allí, también, las auroras darán suerte aunque no las veamos. Ninguna de nosotras quiere pensar que pasaría si este ciclo de la vida se rompiera.

Al calor de la salamandra, aquí dentro, el esfuerzo de la última jornada se diluye poco a poco en nuestras tazas de café, sopa y chocolate. El "Soy feliz" de Verónica, caminando con la nieve hasta las rodillas, me hace pensar: que si hubo magia, la magia quedará para siempre.