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De vuelta y media

Las sagas de los castañeros

Los Pazos y los Sáa permanecieron a pie de sus locomotoras en las calles pontevedresas desde los años 50, con el secreto del asado en las yemas carbonizadas de sus dedos

La venta de castañas asadas al carbón en las máquinas del tren, tan consustanciales con ese negocio callejero, estuvo en manos casi exclusivas de dos únicas sagas durante los últimos cincuenta años en Pontevedra: los Pazos y los Sáa.

Los Sáa y los Pazos, que tanto monta, conocieron mejores tiempos, cuando la competencia era grande, pero cuando también el negocio era mayor y se formaban colas ante sus locomotoras de mentirijillas para comprar el cartucho de castañas recién salidas de las ardientes parrillas.

Algunos pontevedreses mayores con sus muchos años a cuestas, no guardan recuerdos nítidos de aquellas primeras máquinas de asar castañas. Más bien vislumbran estampas de castañeras junto a sus braseros en las entradas de los cines, conformando imágenes semejantes a algunas películas en blanco y negro ambientadas en el Madrid de la posguerra. Quizá convivieron las unas con las otras.

Amancio Landín, que va camino de convertirse en centenario, rememoraba días pasados con bastante claridad a las otras castañeras de su feliz infancia. Además de venderlas asadas, también las vendían cocidas. Y en lugar de la máquina de tren, empleaban un tarro de barro bien cerrado y cubierto con un paño para guardar el calor y conservar mejor sus ricas castañas.

El señor Benjamín a secas, sin apellido conocido, y su hijo del mismo nombre, personifican la referencia más antigua de unos castañeros en Pontevedra desde principios del siglo XX en la plaza de la Peregrina, el centro por antonomasia de aquella Pontevedra donde se conocían todos por su nombre.

Precisamente aquella locomotora del señor Benjamín fue a parar luego a manos de Valentín Pazos Recamán mediante una sencilla operación de compra-venta a principios de los años cincuenta.

Así comenzó a forjarse la saga de los Pazos, que luego continuaron sus hijos Agustín y Paco, en singular competencia. Paco se hace llamar ahora "el príncipe de las castañas" y hasta dispone de empleado propio. Su amigo Toño trabaja en la Herrería, mientras que él hace lo propio en la glorieta de Compostela con la ayuda de su mujer, Ana María.

El mismísimo alcalde Hevia fue quien firmó un año antes de su retirada en 1951 la primera autorización a Valentín para ubicarse en la Herrería. Luego se convirtió en uno de sus primeros clientes. Al tiempo que pagaba religiosamente su cucurucho, de soslayo comprobaba que el negocio estaba en orden y no ensuciaba la plaza. ¡Bueno era don Remigio!

El Ayuntamiento premió con una placa el medio siglo de actividad continuada de Valentín en el año 2000. Antes de morir reclamó sin suerte con su retranca característica, la instalación de una réplica de su locomotora convertida en monumento a un oficio "que matou moita fame".

Entonces no había un año que cuando empezaba la temporada, Valentín no concediera una o varias entrevistas. Siempre daba juego, socarrón y sabio como era. En contra de lo habitual en otros fogones, Valentín nunca tuvo el menor reparo en revelar su secreto para asar bien las castañas: la clave estaba en los dedos.

"Os dedos son os que fan todo -repitió una y otra vez-; hai que remexerlas cos dedos".

Todos los días del invierno, Valentín desayunaba sus castañas asadas. Tampoco esa costumbre suya era ningún secreto.

"Unha copiña de augardente branca e un cartucho de castañas, e quedo como un cura", pregonaba con su media sonrisa.

Hasta el 28 de mayo de 2012, fecha de su fallecimiento, Valentín Pazos Recamán llevó a gala su condición de decano de los castañeros pontevedreses. Cuando empezó a trabajar él fue el último de un total de catorce castañeros que copaban las calles pontevedresas. Cuando murió ya solo quedaba Valentín desde hacía bastante tiempo.

Luego su hijo Paco retomó la demanda de su padre por elevación. En lugar de un monumento a la máquina del tren pidió una estatua para Valentín. Sin duda un exceso llevado por su amor filial, que solo encontró algún eco en internet, pero no cuajó.

Seguramente pocos conocieron a un joven Valentín con un carrillo de helados, antes de ponerse el frente de su popular locomotora. Pero él también vendió helados, igual que hicieron los hermanos Sáa Blanco, la otra saga competidora en la venta callejera de castañas asadas en Pontevedra.

Los hermanos Sáa Bravo, Ricardo y José, orensanos de nacimiento y pontevedrés de acogida, continuaron el negocio de su progenitor, y estuvieron en las rúas vendiendo castañas asadas desde finales de los años cincuenta.

En función de una climatología a menudo caprichosa, en cuanto asomaba la primavera cambiaban enseguida la locomotora de las castañas por el carrillo de los helados, casi sin ningún parón por medio. Así tenían trabajo todo el año. Algunas veces, incluso compartían ambas actividades, pese a su natural contraposición.

A los hermanos Sáa Bravo le fue mejor la venta de helados que de castañas, hasta el punto que montaron La Ibe, una denominación sin duda devenida de La Ibense, la heladería por excelencia de esta ciudad en el tramo final de la calle Michelena.

Además de sus carrillos habituales en la Herrería y en Las Palmeras, que atendían los propios hermanos, La Ibe dispuso de local propio, aunque más modesto que La Ibense, al final de la calle Princesa. Aquel sitio no era céntrico, pero estaba cerca de los futbolines y billares de El Submarino; de modo que contaba con una concurrencia menos fina que su competidora, pero clientela al fin y al cabo. También daban unos vasos de sidra estupenda por una peseta.

Valentín Pazos Recamán fue el castañero por excelencia de la plaza de la Herrería, al igual que Elsa Ramos Touriño fue la castañera por antonomasia de la calle del Príncipe, en Vigo.

Pontevedra conoció a unas cuantas castañeras con locomotora propia, habitualmente compartidas con sus maridos. Erminda Caramés o María Giovana Fernández, sin ir más lejos.

Erminda Caramés gestionaba en invierno una máquina cedida por un cuñado. Lo que peor llevaba era el frio que pasaba. Y cuando llegaba la primavera cambiaba el chip y seguí trabajando en la calle, pero vendiendo productos hortícolas: verduras, pimientos y cebollas.

Por su parte, Giovana Fernández, nacida en Barro, probablemente fue la última castañera conocida en esta ciudad. Su locomotora estaba en la calle Sagasta, en tanto que su cuñado hacía lo propio en Gutiérrez Mellado. Según su testimonio, el oficio le vino de familia, porque sus abuelos también fueron castañeros.

Con carácter general, las castañas asadas fueron un negocio manejado por mujeres en España hasta el estallido de la Guerra Civil, y después pasó a ser cosa de hombres.

Aquella cruda situación amplió el listado de oficios masculinos, entre ellos los castañeros. Buen ejemplo fueron los Pazos y los Sáa.

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