Coincidió la muerte de Antonin Scalia, juez conservador del Tribunal Supremo de Estados Unidos, con la típica efervescencia demagógica de las elecciones primarias. La vacante que deja el magistrado ha provocado un intenso debate sobre si Barack Obama debería proponer a un sustituto para ese puesto o si, por el contrario, como sostienen los republicanos, debería esperar a que en unos meses salga elegido un nuevo presidente. El fallecimiento de un miembro tan destacado del poder judicial suele iniciar apasionadas discusiones entre progresistas y conservadores porque es precisamente en el Supremo donde se ganan o se pierden las llamadas "guerras culturales"; desde esta institución se dictaminan sentencias sobre asuntos de vital importancia (aborto, segregación racial, libertad de expresión, límites del poder ejecutivo o la jurisdicción de los estados frente a las cortes federales), marcando, de esa manera, el ritmo ideológico de la nación.

La defunción de Scalia coincidió también con la presentación de un documento elaborado por Podemos, titulado "Un país para la gente", en el que se manifestaban las intenciones de exigir a los fiscales, como requisito para su nombramiento, un "compromiso con el proyecto de cambio que deberán liderar". Dicho documento fue retirado y corregido posteriormente como consecuencia de las críticas de algunos jueces, de izquierdas y de derechas, quienes veían los criterios expuestos en el escrito como una intolerable agresión a la independencia judicial. El error, reconocido por el líder del partido, Pablo Iglesias, se debió a que el documento era un "work in progress" y, como sucede en este tipo de borradores, "hay elementos que mejorar". A estas coincidencias se le sumó un trágico acontecimiento, la muerte de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor, quien volvió a ocupar las páginas de cultura de los periódicos el pasado año debido a la publicación de su segunda y última novela, Ve y pon un centinela, protagonizada por el mismo personaje de Matar a un ruiseñor, Atticus Finch, aunque, en esta ocasión, el hombre es presentando de un modo muy distinto: pasa de ser un defensor de un afroamericano acusado injustamente de violación a convertirse en un racista que acude a las reuniones del Ku Klux Klan.

Ve y pon un centinela no es la segunda parte de Matar a un ruiseñor, o una nueva adaptación de la misma, sino una primera versión de la historia que se había mandado a la editorial en 1957, tres años antes de que apareciera en las librerías Matar a un ruiseñor, que fue el manuscrito definitivo elaborado después de que la editora le sugiriera a la novelista que realizara algunos cambios en el relato. Las diferencias que existen entre ambas, tanto desde el punto de vista estilístico como en términos de contenido, perturbaron a algunos lectores. Michiko Kakutani, la crítica del New York Times, se hizo la siguiente pregunta en su reseña, traducida en España por El Cultural: "¿Cómo se transformó una angustiosa narración llena de personajes que sueltan peroratas cargadas de odio -que van de lo indiferentemente condescendiente a lo asquerosamente grotesco (y que, se supone, pretenden reflejar los prejuicios extremos que existían en las ciudades del Sur Profundo en los 50)- en una novela de redención asociada al movimiento de los derechos civiles y aclamada, en palabras del antiguo activista de los derechos civiles y congresista Andrew Young, por ofrecernos 'una sensación de humanismo y decencia nacientes'?". Muy similar a la historia que tratarían de contarnos los autores del documento -"work in progress"- si finalmente se llevara a cabo la suspirada despolitización de la justicia: hubo que eliminar algunos párrafos y añadir otros para que la novela mejorara.