A finales de los años sesenta, el filósofo francés Roland Barthes escribió un elocuente y provocador ensayo, con el ampuloso título "La muerte del autor", que revolucionaría los estudios literarios. Bajo la tesis de este artículo subyacía, en realidad, la esencia de un anunciamiento, de una advertencia, de una consagración. El autor, "un personaje moderno, producido indudablemente por nuestra sociedad", tenía que morir, iba a morir, dando paso a lo que él denominaba "el nacimiento del lector", puesto que "la unidad de texto no está en el origen sino en su destino". Para dar consistencia esta visión, Barthes afirmaba que "la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen". Eliminada la voz y aniquilado el origen, nos hallamos con el texto, "tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura", y con el transcriptor, "el copista", quien se alza como mero portavoz de un determinado contexto cultural en el que se halla inevitablemente condenado.

Esto significaría, entonces, que el autor, ya felizmente fallecido, no importa que haya sido blanco, negro o mestizo; hombre o mujer; adulto o joven; heterosexual u homosexual; rico o pobre; religioso o agnóstico; verdugo o víctima; civil o militar; soldado de una potencia dominadora o rebelde en un territorio dominado; súbdito de una monarquía absoluta, residente en una dictadura o ciudadano de un país democrático. Según este enfoque, lo que el redactor del texto haya sufrido o perpetrado, como sujeto, carece de relevancia en el estudio de su obra. Todos ellos, al parecer, no hablan por sí mismos, como creadores; tan solo son "imitadores" cuya labor consiste en realizar, con más o menos talento, una reflexionada "mezcla de escrituras". En la España actual, una obra artística digna de ser estudiada como tal, los acontecimientos políticos pueden ser analizados desde esa perspectiva teórica.

Lo sustancial, digamos, es el discurso, la trama, los personajes, el lenguaje. Cuando la Guardia Civil, por una orden de un juez de la Audiencia Nacional, irrumpe en la sede central del Partido Popular en Madrid con el objetivo de realizar un registro debido a una posible financiación ilegal del PP madrileño, la lideresa regional de dicha formación política dice que no le "consta" que semejante cosa (la ilegalidad) se produjera. Resulta que, al final, algunos personajes salieron "rana". La obra, entonces, carece de autoría: pertenece a los lectores de periódicos y a los espectadores de televisión. Más artista, si cabe, estuvo el líder nacional y presidente en funciones, quien, en una entrevista con Ana Rosa Quintana, aseguró desconocer si el partido que lidera está o no imputado: "No sé porque no he visto el auto y no se lo puedo decir exactamente". Como escribió Borges, "es al otro, a Borges, a quien le ocurren las cosas".

Vemos también a Pedro Sánchez intentando buscar alianzas, si no imposibles, ciertamente complicadas, si nos basamos en aquello que se acordó en el Comité Federal del PSOE. Sin embargo, la viabilidad de los pactos no interesa demasiado; se trata de escenificar, a modo de simulacro, como diría Baudrillard, por citar a otro teórico, el intento de formar, de la manera más honesta a los ojos de los votantes, una coalición para el cambio. Por eso Rajoy no le dio la mano a Sánchez cuando ambos se reunieron para hacer que se reunían: pretendía representar, con otro simulacro, su disconformidad. La realidad y la autoría, como podemos comprobar, han desaparecido. El país es una ficción de la que nadie se quiere responsabilizar.