El gran drama de Galicia es que aún logrando tasas positivas de crecimiento ni despega con brío económicamente ni acorta distancias con respecto a las comunidades más prósperas de España. Con apenas tres meses de diferencia, dos informes de origen distinto, uno elaborado por un servicio de estudios de una entidad bancaria y otro redactado a partir de datos de una red de equipos de investigación de dieciséis universidades, coinciden en el diagnóstico y colocan a la comunidad en los puestos de cola nacional en sus proyecciones para los próximos años. La razón fundamental, que no la única y que subyace como espada de Damocles para afrontar las reformas profundas pendientes, es una deficiencia crónica, estructural, que el paso de los años ha agravado: la escasa población activa gallega. Es decir, el reducido número de personas que hay trabajando o en disposición de hacerlo, de los más bajos del país. Y ahí seguimos sin ponerle remedio.

Es cierto que la economía gallega empieza a restañar las heridas de la crisis. El avance actual no lo veíamos desde 2007, lo cual sin duda es positivo, pero también es verdad que seguimos entre las comunidades que menos crecen. Evidentemente, no se puede entender la evolución de la comunidad al margen de lo que suceda en el país y en Europa. Galicia no es una isla, ni posee la fortaleza para remar contra corriente cuando el resto de las regiones y las naciones se desploman. El problema es que después de permanecer un cuarto de siglo de manera casi ininterrumpida en el furgón de cola, ahora que parece que se empieza a salir de la crisis todavía crezcamos significativamente por debajo de la media española. En consecuencia, pese al mayor alza experimentado por el PIB gallego en nueve años, la brecha con la economía estatal se mantiene al tiempo que se agranda con las regiones más avanzadas. Según el comportamiento de las afiliaciones a la Seguridad Social, a este ritmo todavía tardaremos otros ocho años en recuperar el nivel de empleo existente en 2008.

Tanto el informe del servicio de estudios del BBVA presentado el pasado mes de noviembre como los datos de la red Hispalink de las universidades divulgados hace unos días por FARO prevén que la comunidad mantenga el crecimiento, en el caso de la entidad financiera incluso por encima del 2,5% proyectado por la Xunta para 2016. Con todo las estimaciones siguen por debajo de las que la entidad financiera realiza para España (alrededor del 3,5% para 2016), porque muchos territorios por delante avanzarán a una velocidad superior. Y los pronósticos de la red de investigadores universitarios dan a entender que aún saliendo con tasas positivas de la crisis, la economía gallega seguirá dos años más entre las que menos crecen de España.

Mejorar es insuficiente porque un mal estructural pesa como una losa en el comportamiento de la economía gallega: la escasa población activa. Lo evidencian ambos estudios. Ninguna autonomía cuenta proporcionalmente entre sus habitantes en edad de trabajar con menos personas empleadas o deseando estarlo. Un indicador de que un gran número de gallegos emigra o deja por desánimo de buscar trabajo.

Es la pescadilla que se muerde la cola: si apenas existen expectativas laborales, la población activa se retrae, y una población activa menguada, sin oportunidades para los jóvenes y con demasiados pensionistas, limita mucho las posibilidades de prosperar. Así viene siendo desde la reconversión industrial. Tampoco ayuda la mochila de las carencias históricas de educación y formación en la población activa de más edad. Galicia está por debajo de la media entre las comunidades del Estado con más años de escolarización de la población adulta, lo que repercute negativamente en su empleo, de menor calidad, menos productivo y con salarios más bajos.

Las sucesivas inversiones, vía planes estatales, fondos Feder o bien dinero europeo de otros proyectos, apenas diversificaron el entramado productivo. Volcaron el esfuerzo en las infraestructuras, algunas de ellas paradigma del despilfarro más irracional, como Punta Langosteira, y en minimizar las consecuencias sociales del achatarramiento de las factorías. Una política eficaz de manera inmediata, que evitó la convulsión social, pero letal a largo plazo porque no estimula alternativas.

Muchos ejemplos hay de ello. Sin ir más lejos, existe en Vigo algún astillero zombi de reputado nombre y en la mente de todos que, gracias a ingentes ayudas públicas, es decir, del dinero de todos, sigue en pie y con los mismos gestores al frente con los que naufragó sin que hayan conseguido ni un solo contrato en años. Como también existen ejemplos de una demencial falta de coordinación de políticas territoriales a nivel sectorial, porque cada consellería, cada político de turno, invierte donde le conviene y por criterios o intereses poco transparentes, dando como resultado políticas contradictorias que solo generan más dispersión e ineficiencia.

Además del coste en población activa de tener muchos pensionados, el desequilibrio demográfico conlleva otro castigo: un elevado gasto en bienestar, que compromete la financiación autonómica. Las necesidades crecen de manera exponencial, con asistencia social, avances médicos caros y altas expectativas de vida, pero no así los recursos. Aunque Galicia, incluso por su baja natalidad, cada vez tiene menos mano de obra, muestra incapacidad para absorberla. Y sin relevo generacional ni salida laboral para los que vengan, nuestra capacidad productiva se aboca a la más absoluta insignificancia.

Precisamos levantar empresas como sea por nuestra propia supervivencia, que las existentes ganen tamaño y que la sociedad, los sindicatos y el conjunto de las administraciones aplaudan y extiendan la alfombra a quien muestra interés por crear riqueza. En cambio, comprobamos casi a diario cómo innumerables obstáculos surgen en ese camino, con trabas burocráticas superfluas, legislaciones duplicadas, parsimonia, dirigismo, por no hablar del guirigay impositivo entre autonomías, con el céntimo sanitario a tope en unas y en nada en otras, amén de un compendio de fiscalidades desmotivadoras.

Faltan en todos los ámbitos más liderazgos fuertes que ejerzan como tales, que despierten entusiasmo entre la gente y contribuyan a orientar, en la medida de sus capacidades y competencias, el criterio de los políticos. Falta un clima que empuje hacia las transformaciones necesarias, sosegadas y sensatas. La estrategia de los partidos de un continuo arrojarse los trastos unos a otros no es la mejor manera para encarar los desafíos. Tampoco el espectáculo al que asistimos en organizaciones como la patronal gallega, en la que algunos pierden el tiempo en mancharse entre sí en vez de dar respuesta a los titánicos desafíos que la sociedad tiene por delante. La diversidad, tanto en la política como en cualquier otra actividad, ha de valer para enriquecer los enfoques, las soluciones, no para emponzoñarlo todo todavía más.

Para dejar de ir a remolque y romper con esta espiral, hace falta convertir Galicia en un territorio atractivo -el que más- por contar con unos servicios avanzados, una cultura industrial arraigada, unos trabajadores excelentes, unas comunicaciones fáciles, unas redes telemáticas que lleguen hasta la última aldea, una conexión rápida y fluida con los principales centros del continente, tanto para viajeros como para mercancías, unas relaciones sindicales modernas y organizaciones empresariales fuertes, unidas e independientes, profesionalmente gestionadas. Administraciones que les permitan trabajar sin obstáculos y sin crear competidores artificialmente asistidos, en un marco en el que no quepa el clientelismo, los chanchullos y los amaños.

Pasa el tiempo y las reformas profundas, las auténticamente necesarias para reconstruir, transformar y reinventar entre todos la economía gallega no llegan por falta de ambición y de capacidad de compromiso de todos los agentes implicados, y por unos partidos que en demasiadas ocasiones piensan en sí mismos. Lo malo es que el tiempo corre a velocidad sideral y que cada vez quedan menos excusas en las que parapetarse.