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Joaquín Rábago.

Ayudar a África

Con frecuencia hablan los políticos europeos de la urgencia de ayudar a África y no solo por razones que podríamos calificar de altruistas, sino también por el más puro egoísmo.

Se trataría de posibilitar en los países de ese enorme continente condiciones económicas y sociales que disuadan a sus ciudadanos de arriesgar la vida en intentos desesperados por llegar a nuestras costas, abultando así las cifras de refugiados.

De esos refugiados a los que los partidos de extrema derecha, y no solo ellos, tan inhumana como demagógicamente acusan de intentar solo aprovecharse de un estado de bienestar que hemos pagado con nuestros impuestos y que peligra cada vez más.

Es fácil buscar entre quienes llegan de fuera fáciles chivos expiatorios y desviar así la atención de las causas profundas de una situación global en la que coexisten burbujas de riqueza extrema con desiertos de pobreza y aun de miseria.

Pero ¿estamos realmente ayudando a ese continente con unas políticas comerciales que, como denuncian las ONG que allí trabajan, perjudican ante todo a los propios agricultores africanos?

En la pasada cumbre UE-África, celebrada en noviembre en la isla mediterránea de Malta, los 65 gobiernos participantes se comprometieron a luchar contra la pobreza en el continente y fomentar su desarrollo mediante la ayuda económica.

Y, sin embargo, mientras con una mano parece que ayudamos a los africanos, con la otra les estamos haciendo la vida cada vez más difícil al exportar a ese continente productos lácteos, agrícolas o avícolas fuertemente subvencionados con los que no pueden competir los locales.

En muchos países africanos, ese tipo de importaciones ya sean europeas, chinas o de otras regiones del mundo, frenan el propio desarrollo económico e impiden que los productores locales puedan incluso procesar muchas veces frutas u hortalizas que abundan allí y obtener así un valor añadido.

El principal problema son los acuerdos comerciales que se firman con esos países y que llevan a un desarme arancelario que beneficia sobre todo a los exportadores europeos en lugar de a los los propios africanos.

Más de un tercio del presupuesto comunitario va a las subvenciones agrarias, lo que impide que el comercio con los países africanos se haga en pie de igualdad porque las pequeñas y muchas veces anticuadas explotaciones del continente negro no pueden competir con las modernas fábricas de nuestro continente.

El economista ghanés Kwabena Otoo lo expresó con un símil futbolístico: "El libre comercio entre Europa y África es como un partido entre el Real Madrid y un equipo escolar".

Es el problema de tantos acuerdos de libre comercio que se defienden por los puestos de trabajo que pueden crear sin que se tengan en cuenta los desequilibrios resultantes.

Y así vemos que algunos productores europeos, por ejemplo los que en la región italiana de Apulia se dedican a la pasta de tomate, emplean todos los veranos para la recogida de esa hortaliza a inmigrantes africanos.

Se trata muchas veces de jóvenes procedentes de Ghana, país por otro lado rico en ese cultivo, pero a quienes la miseria local empuja a la emigración y que se ven obligados a trabajar en Europa en condiciones que los sindicatos denuncian como "propias de la esclavitud".

Esa pasta de tomate fabricada en Europa se exportará luego a África y competirá en condiciones muy ventajosas con la producción local. Es el bucle perfecto.

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