Más de medio siglo lleva instalada la fábrica de Celulosas en el fondo de saco de la ría de Pontevedra. Y lo estará otros tantos años más, hasta 2073, después de que Ence haya arrancado del Gobierno central la prórroga que ansiaba para seguir ocupando los terrenos en los que se asienta en Lourizán. Años de marear y, al final, lo previsible. Todo sigue como estaba porque todos cuantos han gobernado durante todo este tiempo, en unas y en otras administraciones y de todos los colores, han demostrado su incapacidad para afrontar el problema en tiempo y forma. El conflicto en torno a su permanencia en la ría quedará como un icono de lo que nunca tuvo que ser y pudo haber sido. Y como un paradigma de la más lacerante inoperancia de la clase política.

La polémica en torno al complejo fabril arrancó el momento mismo de su implantación, prácticamente, aunque las manifestaciones a favor y en contra se hicieron especialmente intensas a partir de los años ochenta y noventa del pasado siglo. El debate social se acrecentó cuando la Xunta dio a conocer en 1993 una auditoría medioambiental que venía a demostrar que incumplía los requisitos impuestos sobre contaminación y que los vertidos no se ajustaban a la normativa europea.

Ante la gran alarma creada, un juzgado abrió diligencias por presunto delito ecológico contra Ence. Casi diez años después, la Audiencia provincial acabó condenando a sus principales directivos por las emisiones contaminantes de la factoría a la atmósfera y a la ría. Consecuencia de aquella alarma ciudadana y de la posterior condena, la compañía se vio obligada a realizar importantes inversiones en mejoras tecnológicas y medioambientales que han hecho que, afortunadamente, la planta no sea hoy la misma que hace 50 años.

Enfrascada en un debate permanente sobre la continuidad o no de la fábrica en sus aguas, Pontevedra y sus dirigentes se olvidaron de una sangrante realidad: un continuo declive económico que acabó por convertirla, para estupor de propios y extraños, en la ciudad gallega con mayor paro de la comunidad. Un deleznable blasón culpa de todos, sin duda, pero consecuencia directa de la incapacidad y desidia de los poderes políticos y de la endeblez empresarial e industrial de toda su área.

En todas estas décadas, nadie ha sido capaz de implementar, como les gusta decir ahora, planes de desarrollo para una comarca escasamente industrializada y con un nivel de paro altísimo. Ninguna fuerza política propuso alternativas empresariales con las que suplir a una compañía como Ence de la que dependen cientos de trabajadores en Pontevedra y su área y cerca de 5.000 en Galicia. De la que se alimentan 325 empresas de la provincia y 600 en la Comunidad, y que resulta vital para mantener activo el Puerto de Marín, sin contar con la repercusión en el comercio y demás servicios de la capital.

El gobierno municipal, por ejemplo, al que tanto le gusta abanderar la oposición al complejo fabril, mejor hubiera aprovechado sus 16 años en el poder para poner sobre la mesa e impulsar alternativas económicas viables, en vez de jalear ensimismado por Dubai o Nueva York un modelo urbano tan exitoso, porque en verdad lo ha sido, como agotado en sí mismo, sin apenas más recorrido ya que el manoseo político y la siempre perniciosa, además de cara para el ciudadano, autocomplacencia.

Y mucha más responsabilidad tiene, por supuesto, los sucesivos gobiernos centrales, con competencias decisorias en la materia, que bien pudieron haber cogido el toro por los cuernos sin esperar a la campanada final. En las poltronas se alternaron responsables de todas las ideologías, izquierda, derecha y centro, y todos miraron para otro lado. Socialistas y populares practicaron por igual la estrategia de la avestruz. Tampoco nada hicieron para dar forma a una reinvención industrial que contraponer al cierre.

Lo mismo que cuantos gobiernos han pasado por la Xunta, los del PP y los del bipartito. Todos fueron cómplices, por activa o por pasiva, del ejercicio de manipulación ciudadana en el que se convirtió el gran engaño del pseudotraslado de la planta, que, visto el resultado final, en verdad solo ocultaba su más absoluta inoperancia. El gobierno bipartito PSOE-BNG propaló falsas expectativas sobre una "mudanza" que, tanto técnica como económicamente, todos los expertos han reconocido pura quimera, incluida esa que llevaba la planta nada menos que a As Pontes.

¿Y qué decir del resto? En un sorpresivo giro de puro tactismo politiquero, el PP, que siempre había sido el adalid de su permanencia, quebró en un momento dado su discurso para pedir el cambio. Lo hizo en 2007, con el flamante Telmo Martín como candidato a la Alcaldía. Arropado por todos los dirigentes populares, sacó de la chistera su propuesta de trasladar la planta a Marcón, a un par de kilómetros de su asentamiento actual. Con la fe de los nuevos conversos, también hubo quien propuso instalarla incluso en el valle de O Salnés, hasta que alguien apeló a la cordura frente a la insensatez que suponía poner en riesgo la excelencia de los afamados viñedos de Albariño.

Así se iba cocinando el gran fraude a la opinión pública, alimentado por unos y por otros. Hasta que la burbuja se desinfló por completo. A partir de 2012, cambiaron de nuevo las tornas tanto en el PPdeG como en la Xunta de Feijóo, que en medio de la virulenta crisis empezó de nuevo a mostrar su predisposición por la permanencia apelando al empleo, mientras el Gobierno central abonaba el terreno a la prórroga con los pertinentes cambios en la Ley de Costas.

Visto con perspectiva el devenir de los acontecimientos, sería una ingenuidad creer que alguna vez hubo algún intento serio de nuestros políticos por construir proyectos con los que paliar el eventual vacío laboral que dejase Ence. Ni siquiera, puestos ya a tener que soportar la parte más contaminante y lesiva para el medio ambiente, el indispensable e incomprensiblemente aún no acometido proyecto de completar el ciclo de papel en Galicia, toda una penitencia a mayores, el colofón de la inoperancia, la incongruencia y la dejadez en todo este conflicto.

Lejos de ser un asunto merecedor como ningún otro de ser debatido empresarial, económica y medioambientalmente, ámbitos de gran incidencia en todos ellos, lo que convirtió a Lourizán en un verdadero conflicto ha sido la utilización partidista por unas fuerzas, todas, que han pensado más en tactismos y votos que en el desarrollo del territorio, el futuro de la ría y el consiguiente bienestar de sus gentes.

Y, puesto ya a repartir responsabilidades, Ence no se lleva precisamente la menor parte. Por su contumacia en no ver la necesidad de explicarse e implicarse, es decir, de imbricarse con la sociedad pontevedresa como corresponde a su condición de empresa esencial para la comarca y para el sector forestal gallego. Y por el retraso con el que ha abordado la adopción de medidas correctoras y medioambientales, medidas que sin duda hubiesen ayudado a encauzar el problema de otra manera y que por desgracia la más de las veces solo acometió forzada por el endurecimiento de la legislación, las condenas judiciales o la presión social.

Aunque ya sea pasado, afortunadamente, todavía forma parte de la memoria colectiva la imagen de una fábrica humeante hasta más no poder que vaciaba sus desagües sin más a la ría con impunidad absoluta. Esa es una estampa superada, sí, pero queda una labor ingente, y obligatoria, por realizar para la innegociable preservación del medio ambiente de la ría y todo su entorno, en tanto en cuanto que constituye un bien social general, un patrimonio de todos y una garantía de futuro.

Desde este mismo espacio editorial hemos sostenido repetidamente que con la factoría de Lourizán se podía hacer cualquier cosa menos dejar pasar el tiempo irresponsablemente con la cabeza metida en el agujero, sin abordar en verdad el problema en sus dos facetas: la medioambiental y la económica, laboral y social. Lamentablemente, se ha esperado hasta el último momento, casi al borde de la campanada, para decidir.

La lección que Pontevedra y Galicia deberían aprender de tan ejemplarizante desfeita es que las demagogias, los populismos baratos, las cobardías empresariales y las manipulaciones de la opinión pública nunca sirven para afrontar como es debido los problemas y alcanzar soluciones satisfactorias para todos. No es solo una empresa, una calidad medioambiental y un modelo de crecimiento y de futuro lo que ha estado en juego sobre la mesa. Es también una forma trasnochada de hacer política y de ejercer las responsabilidades públicas. Es el paradigma de lo que nunca tuvo que ser y de lo que pudo haber sido.