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Cuando los trenes cortaban la leche a las vacas

La llegada del ferrocarril a las campiñas inglesas fue recibida con algo más que prevención. Aquel monstruo con ruedas que escupía fuego, hacía un ruido de mil demonios y corría más rápido que el mejor caballo provocó un enorme rechazo. Los campesinos aseguraban que a las vacas se les cortaba la leche a su paso. Algunos científicos determinaron que el cuerpo humano no podía soportar tales velocidades sin padecer enormes lesiones internas. Incluso se dictó una norma por la que los trenes debían ir precedidos por un hombre a caballo llevando una gran bandera para avisar del peligro, lo que, naturalmente, limitaba la velocidad de los convoyes y destruía una de las ventajas competitivas del nuevo modo de transporte. Hoy todo esto nos causa hilaridad, pero en su momento todos se lo tomaron muy en serio.

No fue la primera muestra de rechazo a la tecnología. A principios del siglo XIX se extendieron en Inglaterra las acciones de los llamados luditas, también conocidos como rompedores de máquinas, que atentaban contra la nueva maquinaria de las fábricas con el propósito de romperla o inutilizarla. Se trataba de una revuelta de artesanos textiles contra la mecanización del sector, que destruía sus puestos de trabajo. En España hubo revueltas similares. A mediados de siglo, mientras el ferrocarril extendía sus primeras líneas, estalló en Cataluña el conflicto de las selfactinas, máquinas automáticas de hilar a las que los obreros atribuían el aumento del desempleo. Sin embargo, tanto en Inglaterra como en Cataluña, como en toda Europa, la revolución industrial acabó generando muchos más puestos de trabajo que los destruidos inicialmente.

Cuando los historiadores económicos hagan balance de la revolución digital, sin duda encontraran paralelismos con las anteriores historias. Por una parte ha destruido puestos de trabajo. Por la otra, la mejora productiva ha llevado a una expansión de la actividad que ha permitido crear muchos más empleos. Pero el proceso ha dejado a mucha gente en la cuneta, y tal vez haya aumentado las desigualdades sociales. También el ferrocarril arruinó a más de un carretero, y la mecanización llevó al cierre de un montón de talleres. Si me permiten la obviedad, la destrucción creativa es, como su nombre indica, creadora pero a la vez destructiva, y realizarla sin conflicto requiere políticas de acompañamiento.

Ahora se empieza a hablar de los puestos de trabajo que serán destruidos por la cuarta revolución industrial. Ha sido tema de debate en el foro de Davos. Lo que ha de venir siempre causa inquietud. Sabemos que los cambios tienen un coste humano y cada uno de nosotros teme formar parte del grupo que los va a pagar. Los dirigentes políticos y económicos también se mueven en la incertidumbre de saber que caminos tomará el cambio, cuáles van a ser las apuestas ganadoras entre las muchas que están sobre la mesa. Empresas, ciudades y países pueden triunfar o hundirse según el acierto de su elección.

Ante el CES (Consumer Electronic Show) de Las Vegas, "The Telegraph" se preguntaba: ¿Están los humanos preparados para la tecnología del mañana? La respuesta, que se daba en el mismo artículo, es un lógico "depende" de las muchas innovaciones que llegan cada año a la gran feria de la electrónica de consumo, algunas se van a vender como rosquillas y otras serán olvidadas de inmediato. E incluso algunas hibernarán para triunfar dentro de unos años. Quienes hayan hecho la apuesta ganadora no solo se van a forrar sino que crearan muchos puestos de trabajo. O los salvarán. Quienes no acierten lo pagarán. Y hasta dentro de un tiempo no sabremos quién es quién. Pero algo es casi seguro: los mayores perdedores serán los que se pongan de espaldas a la innovación y pretendan que nada va a cambiar.

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