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Joaquín Rábago.

¿Estaremos los ciudadanos europeos peor protegidos?

En principio suena a jerga burocrática, es cierto, pero la "cooperación regulatoria" transatlántica, como la han bautizado en Washington y Bruselas, no es tan inocua como puede parecer solo por su nombre.

Es lo que se desprende de un estudio publicado por el Observatorio de la Europa Corporativa, una ONG que, entre otras cosas, analiza el posible impacto del Acuerdo de Libre Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés) que negocian europeos y estadounidenses.

Objetivo declarado de la cooperación regulatoria es desarrollar procedimientos compartidos que eviten la adopción de nuevas leyes que puedan causar conflictos comerciales y aproximar los sistemas legislativos a ambos lados del Atlántico.

La cooperación regulatoria va a convertirse en piedra angular del TTIP, ese tratado que se ha venido elaborando a puerta cerrada pero con participación, según han denunciado una y otra vez sus críticos, de los lobbies de la industria y del sector privado, que han tenido siempre acceso privilegiado a los negociadores.

Las ONGs de defensa de los consumidores o del medio ambiente temen que el resultado de esa cooperación que tanto parece interesar a Washington y Bruselas sea un debilitamiento de la protección ecológica, de la seguridad alimentaria, de la sanidad pública y de las legislaciones laborales, todo ello con el pretexto de que hay que favorecer el comercio y las inversiones.

Hay ya ejemplos intranquilizadores en Europa que apuntan a lo que puede suceder: así, gracias a las presiones de la industria se descafeinaron en su día las propuestas sobre residuos químicos de los equipos electrónicos, con claro olvido del principio de precaución europeo.

La Comisión también falló en la labor de supervisión del gigante de seguros estadounidense, al que se permitió que adquiriese importantes activos en Europa sin que, cuando se produjo su espectacular quiebra, las autoridades de Bruselas tuvieran idea de cuáles eran esos activos.

Tampoco defendió la Comisión Europea como debía la confidencialidad de los datos personales de los ciudadanos y hubo que esperar a que el Tribunal de Justicia Europeo anulase el acuerdo "Safe Harbor" e impidiese así que las compañías estadounidenses que prestan servicio a través de la red transportasen y almacenasen en aquel país los datos que recogían de los usuarios europeos.

Igualmente por presiones estadounidenses se frenó una propuesta europea que pretendía obligar a las compañías aéreas a pagar por las emisiones contaminantes durante el vuelo y también se frustraron o al menos aplazaron otras propuestas sobre protección de la capa de ozono de la atmósfera o los ensayos de cosméticos con animales. Todo ello siempre por presiones de la industria.

La homologación de las regulaciones a ambos lados del Atlántico puede llevar, denuncian las organizaciones defensoras de los ciudadanos, a una rebaja generalizada de los estándares de protección, sobre todo por la fuerte implicación de la industria en la fase de elaboración de las normas, en detrimento siempre de los usuarios y consumidores.

Muchas propuestas pueden quedar bloqueadas prematuramente si son contrarias al interés de las grandes empresas estadounidenses, advierte la citada ONG, que denuncia la pérdida de peso en Bruselas de los responsables de las cuestiones medioambientales frente a la cada vez mayor influencia de los comisarios de comercio e industria.

Mientras tanto, el Parlamento europeo, entre cuyas funciones está el control político de las instituciones de la UE, se encuentra en una débil posición y le cuesta hacerse escuchar en Bruselas para influir en la fase de elaboración de esas regulaciones que terminarán afectándonos a todos.

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