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Xabier Fole

el correo americano

Xabier Fole

Galicia

Mientras el barco en el que viajaba se acercaba a la costa neoyorquina, Julio Camba comenzó a percatarse, al tiempo que el navío penetraba lentamente en la bahía, de esas inverosímiles dimensiones que convierten a la metrópoli estadounidense en un lugar tan fascinante como tenebroso: "Todo es aquí grande, enorme, colosal. ¿Qué clase de hombres vamos a encontrarnos luego, cuando saltemos a tierra? Porque, forzosamente, los hombres que han construido este puerto y habitan esta ciudad tienen que ser gigantes. De lo contrario, Nueva York resultaría algo desproporcionado y monstruoso". Interesante teoría, originada en una primera impresión desde el mar, sobre los contrastes exhibidos en el territorio norteamericano, que el periodista confirmaría cuando consiguió infiltrarse en los diversos escenarios de la isla. "Es una demostración práctica -escribió el corresponsal- de cómo se puede vivir mal con muchos trenes y muchos tranvías y muchos teléfonos y muchos ascensores y mucha calefacción".

En Nueva York, sin lugar a dudas, hay desproporción y exceso. Y el periodo navideño no contribuye precisamente a que disminuya esa apariencia hiperbólica. Caminar por sus calles, generosamente decoradas en estos tiempos de celebración, es una experiencia dickensiana: en sus disparidades hallamos la frustración que se genera al lidiar con lo incompleto. Las tiendas de la Quinta Avenida, abarrotadas de clientes, en su mayoría turistas y extranjeros, forman un espacio aislado, el cual uno recorre escuchando canciones de Frank Sinatra y Michael Bublé, mientras en la otra esquina de la urbe -barrios latinos y afroamericanos- se nos presenta otra manera de vivir las fiestas, más de acuerdo a la realidad social de la ciudad (multicultural y segregada), al insertar sus propias costumbres en una tradición compartida. Familiares fallecidos cuya ausencia en la mesa representa el recordatorio del ineludible paso del tiempo; enfermedades que trasforman a las personas en algo muy distinto a lo que fueron; distancia entre seres queridos condenados a festejar por separado.

La Navidad es, también, un ejercicio retrospectivo: pensamos en cómo van las cosas y tratamos de darle sentido al relato de nuestras vidas reflexionando sobre las etapas pasadas. Por esa razón, debido a una especie de traición del subconsciente, suelen surgir algunas acaloradas discusiones en Nochebuena: no nos gusta ver (o que nos obliguen a ver) en qué nos hemos convertido. La Navidad es, además, una reivindicación de lo fugaz. Un hombre vende árboles en Harlem como quien vende esperanza provisional. Se pasa todo el día, desde las diez de la mañana hasta bien entrada la noche, atendiendo a clientes dispuestos a comprar un producto que solo servirá como decoración durante unos días y luego habrá que tirar a la basura.

En el barrio de Chelsea, entre la Sexta y la Séptima Avenida, hay un restaurante regentado por unos gallegos que vinieron a Nueva York ya hace unas cuantas décadas. Al entrar en él, del mismo modo que le sucede a Sean Thornton cuando regresa a Innisfree en "El hombre tranquilo", se puede sentir, sin salir de Manhattan, la sensación de retorno al hogar. Se trata de un lugar felizmente anacrónico, donde todos -clientes y dueños-, con independencia de que lo que se pida para comer o para beber, comparten el mismo interés: estar, aunque solo sean unas horas, en casa. Ahora, por estas fechas, conviene visitarlo. Sentarse en la barra y pedir una Estrella es, probablemente, el mejor gesto de complicidad. Cuando sales del local piensas que, como si se tratara de una máquina del tiempo, has podido viajar. Es lo bueno de aquellos que, a pesar de los años y la distancia, mantienen siempre la misma mirada. La reconoces estés donde estés. La Navidad es, por supuesto, Galicia.

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