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Joaquín Rábago.

Y ahora ¿qué?

No me refiero, como muchos tal vez sospechasen al leer el título, a cómo encarará nuestro país el futuro inmediato tras las elecciones del domingo. Hablo de algo que, como tantas cosas que nos afectan, estuvo prácticamente ausente de los debates electorales: el cambio climático y nuestro estilo de vida.

Acabó la cumbre del clima, los lobbies de las industrias que más contaminan hicieron bien su trabajo, los países se comprometieron a reducciones voluntarias pero no vinculantes, los líderes políticos, con el francés François Hollande al frente, se felicitaron del éxito conseguido, y todos se dieron cita para la próxima del G20 en Pekín, el año que viene.

"Un pequeño paso para el clima; un gran paso para la humanidad", comentó, parafraseando el comentario del primer hombre que pisó la Luna, el semanario francés "Obs" al dar cuenta del acuerdo, cuya consecución exigió todo el esfuerzo de la diplomacia de ese país.

Los 195 países signatarios se comprometieron pues a tomar medidas para que la temperatura media del planeta no llegue a superaren el futuro los dos grados centígrados aunque se fijó como meta el año 2050 y no el 2030, a la que se aspiraba en un principio.

Y ahora ¿qué? La comunidad internacional no tiene instrumentos para obligar a los países que no cumplan sus compromisos climáticos a hacerlo, y ni siquiera se ha acordado una instancia independiente para determinar si se respetan o no las promesas de reducción de los gases de efecto invernadero.

Pero sobre todo, habrá que preguntarse qué estamos dispuestos a hacer todos -los ciudadanos de todo el planeta, empezando por los del mundo rico- para reducir drásticamente las energías fósiles que tan alegremente consumimos.

Hay demasiados intereses en juego; basta fijarse en Alemania, donde, por ejemplo, el vicecanciller Sigmar Gabriel fracasó este verano en su proyecto de cerrar las centrales de carbón ante la oposición conjunta de los sindicatos, del partido cristianodemócrata y del propio Gobierno socialdemócrata de Renania del Norte-Westfalia.

¿Estamos dispuestos a renunciar en aras de la salvación del planeta para las próximas generaciones a un estilo de vida al que nos empuja nuestra civilización del consumo?

¿Renunciaremos al uso del coche particular para cualquier desplazamiento y lo sustituiremos progresivamente por los transportes colectivos, la bicicleta o nuestras piernas?

¿Seguiremos comprando compulsivamente todo lo que sabemos perfectamente que no necesitamos, pero que nos entra por los ojos y por los oídos cada vez que encendemos la radio, la televisión o vamos al cine y nos bombardea una publicidad cada vez más sofisticada?

¿Seguiremos calentando nuestros hogares mucho más de lo que es aconsejable y abusaremos en verano del aire acondicionado? ¿Seguiremos sentándonos en pleno invierno al calor de una estufa eléctrica o de gas en esas terrazas al aire libre que invaden cada vez más los espacios públicos de nuestras ciudades?

¿Continuaremos haciendo viajes absurdos a playas en el otro extremo del mundo en lugar de ir a las que tenemos más cerca solo porque la compañía de vuelos baratos nos ha tentado con su última oferta?

¿Seguiremos talando árboles, destruyendo selvas vírgenes en beneficio de una agricultura intensiva y de cosechas que solo sirven para alimentar los motores de los automóviles?

Son todas ellas preguntas que hay que hacerse ahora que ha acabado la enésima reunión multilateral sobre el cambio climático.

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