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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Bienvenidos a Italia

Con el marcador final de las elecciones de ayer pasa lo mismo que sucedió en su día a la muerte de Franco, es decir: que no había costumbre de que se muriese y costó admitir que algo había cambiado.

Estábamos habituados a que la izquierda y la derecha se agrupasen en dos grandes partidos, de parecido modo a lo que sucede en la Liga BBVA con el Barça y el Madrid. El nuevo cacao de partidos al que tanto han contribuido las televisiones españoles de propiedad italiana nos coge de nuevas; pero en realidad esto ya viene sucediendo hace más de medio siglo en Italia.

Para los italianos, más duchos en estas cuestiones, lo normal es que el Parlamento se fragmente en una miríada de partidos que obligan a convocar elecciones cada poco tiempo. Más o menos eso es lo que va a suceder ahora en España, dado que el resultado de ayer no permite una mayoría de derechas, pero tampoco le pone fácil a la izquierda la construcción de un gobierno, ya sea bipartito, tripartito o de mogollón. "Imposible la habéis dejado, para vos y para mí", diría en estas circunstancias Don Luis a Don Juan Tenorio. Los electores lo han querido así.

No se trata de nueva y vieja política, como pretenden sugerir con algo de exageración los líderes de los partidos que se estrenan en el Congreso. Simplemente, hemos pasado de tener un partido de centro-izquierda y otro de centro-derecha a contar con un surtido de dos por cada una de las bandas de babor y estribor. La suma de votos del Partido Popular y Ciudadanos equivale más o menos a la que tendría, en circunstancias habituales, la derecha de Rajoy. Del mismo modo, el PSOE se ha repartido con Podemos a los votantes tradicionales de la izquierda.

Ni viejo ni nuevo, el reparto de papeles que sale de estas elecciones sugiere, simplemente, que el poder está mucho más fragmentado desde el punto de vista aritmético. Lo que no quita que, en el fondo, sea más de lo mismo. Pablo Iglesias no para de asegurar que su partido es tan socialdemócrata -si bien no tan corrupto- como el PSOE; e igualmente cuesta distinguir entre el liberalismo de Ciudadanos y el que puso en práctica durante sus cuatro últimos años de gobierno el PP de Rajoy.

El matiz diferencial residiría, si acaso, en que los nuevos partidos que lucen por primera vez diputados en el Parlamento no están contaminados aún por la corrupción; pero ese es un detalle meramente anecdótico. Fácil de corregir, como quiera que sea, en el caso de que lleguen a gobernar y dispongan de la capacidad de otorgar obras públicas, con lo mucho que eso tienta al bolsillo de los mandamases.

La que de verdad ha triunfado en estas elecciones es la tele. Fueron los canales de televisión italianos los que lanzaron al estrellato al tertuliano Pablo Iglesias, rápidamente imitado por todos los demás candidatos que se peleaban por acudir a la casa de Bertín Osborne, a los programas de Ana Rosa y hasta a Sálvame. Todos ellos entendieron -muy acertadamente- que fuera de la tele, como antes de la Iglesia, no hay salvación.

Esa variante de la democracia con mando a distancia acaba de demostrar su poderío en estas elecciones, con candidatos que parecían tertulianos y tertulianos que imitaban a los candidatos. Aunque sería injusto, desde luego, atribuirle en exclusiva el singular escenario italiano que ha surgido de la votación de ayer.

Además de la tele, algo -o mucho- han ayudado también los excesos de corrupción que acabaron por provocar la náusea de los electores. Lo mismo había ocurrido hace años en Italia, cuando los ciudadanos, hartos del comportamiento mafioso de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, decidieron sustituir la peste por el cólera eligiendo a Silvio Berlusconi.

Aquí no hemos llegado aún tan lejos y, simplemente, los electores acaban de reproducir en España el viejo esquema multipartidista típico de la política italiana de hace una o dos décadas.

El nuevo -si bien viejísimo- sistema ofrece graves inconvenientes a la hora de formar gobierno; pero también tiene sus ventajas. Nadie manda más de lo conveniente y los consejos de ministros se van sucediendo con periodicidad casi anual, ante la imposibilidad de que los partidos mantengan acuerdos durante demasiado tiempo.

Consuela saber, si acaso, que tampoco les ha ido del todo mal a los italianos con su multipartidismo y su permanente inestabilidad política. Italia ha tenido más de sesenta gobiernos -sesenta- desde el fin de la Segunda Guerra Mundial; y pese a ello, el país creció lo bastante como para integrarse en el poderoso grupo del G-7 que reúne a las naciones más industrializadas del mundo.

No es seguro que vaya a ocurrir cosa parecida en España, pero tampoco hay por qué ponerse en lo peor. Más italianos que ayer, pero menos que mañana, lo cierto es que nos vamos a divertir un montón con los trapicheos para formar gobierno que comienzan hoy mismo. Oh, sole mío.

anxelvence@gmail.com

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