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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

A modo de cuento navideño

Este escribidor aficionado suyo quería obsequiarles en Navidades con un cuento. Mas escribir un cuento es para uno cosa harto difícil, pues le falta hábito y oficio. Uno está acostumbrado a referirles semanalmente lo que cree verdades o incluso relatarles situaciones vividas. Al hacerlo se impone siempre la mayor fidelidad posible. El cuento requiere imaginación, ha de interesar desde un principio, exige un desenvolvimiento y ha de concluir en un epílogo con final feliz. No en vano, Azorín, que era maestro del género y escribió centenares de cuentos, afirmó que el cuento era un embrión de novela. Cuentos y novelas se escriben y publican a montones, demasiados, si bien pocos merecen la pena y subsisten; la mayoría no se leen o su lectura es efímera. Lo malo es que quedan ejemplares por ahí, testimonio del desaguisado escrito y de la mediocridad de su autor. Así las cosas, le he pasado el reto a mi fraternal amigo, don Miguel Ángel González García (colaborador habitual de Faro de Vigo), para que les escriba un cuento navideño, tan requetebién como sabe hacerlo. Entre tanto, uno, encerrado en su acogedora biblioteca, quiere cumplir con su deber semanal de escribidor. No valen disculpas. Después de cavilarlo y barruntarse la frente, concluyó que era preferible tirar de una historia real existida y rematada hace unos veinte años, que es tiempo suficiente para poder contarla sin molestar a nadie. Además, los hechos se habían iniciado y completado en Navidad y componían algo que tenían un aire a cuento.

Hagamos un párrafo aparte para narrarles los sucedidos. Nos situamos en el 22 de diciembre de hace unos veinte años. Como cada 22 de ese mes de cada año había dispuesto mi trabajo hospitalario para poder tomarme la libertad de terminarlo antes del horario oficial e irme a reunir con unos amigos, antes del almuerzo, en el acogedor y entrañable Bar Asturiano, antes comandado por su propietario, nuestro dilecto Fabel Toyos -y por quien conservamos el más vivo afecto- y ese momento y ahora por su hija Inés, sin que nunca falte la animada presencia de su madre, nuestra querida amiga Tita, que es alma de su casa y hasta del establecimiento. El pretexto de la convocatoria no era otro que el sorteo de la Lotería Nacional, uno de cuyos premios, el 36036, había recaído el año 1987 entre los que éramos clientes de este ya viejo café. Yo, al contrario de lo que afirman otros, estoy convencido de que recordar es volver a vivir y que el recuerdo me produce satisfacción y alegría. La memoria selecciona lo bello y agradable y relega lo feo y doloroso. Por allí aparecieron los de siempre: Manolo Michelena, José Gonzalo Alejos, Eladio Quevedo, José Armesto, Juan Leite, Antonio Fernández, Claudio Calviño, Tomás Valente, Cerolo, Serafín Pérez Carballal? De ellos, unos ya se han ido para el Cielo y otros sufren las averías de la edad. Por la tarde, después de comer y de una corta y obligada siesta, me fui a mi consulta privada, donde recibí unos cuantos pacientes y algunas visitas, que se acercaron para felicitarme las Navidades y obsequiarme con mayor generosidad de lo que yo merezco. Entre los que por allí pasaron acogí a dos mujeres, una de unos cincuenta y tantos años y otra de poco más de veinte. Lo que más me impactó de entrada fue su enorme parecido. Ambas, muy morenas, tenían unos bellísimos ojos verdes, embargados de melancolía y por los que se asomaban lágrimas de alegría. Melancolía y alegría parecen términos contradictorios, mas no sé expresarlo de forma más precisa. Cuando aún no se habían sentado, la más joven me preguntó: "¿Nos reconoce? Esta es mi madre, Eulalia. Me trajo aquí, a su consulta, muchas veces. Volví aquí, temerosa pero esperanzada, hace cuatro años y gracias a usted nos hemos reencontrado". Y de inmediato, de forma atropellada y con voz quebrada, Eulalia tomó la palabra. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, lágrimas permeables y contagiosas tanto para su hija como para el que les escribe. Y dijo: "Hace 22 años, un 22 de diciembre, como hoy, nació mi querida hija Sandra, después de un parto muy largo y dificultoso. Fue en el Sanatorio Santa Cristina, asistida por don Manuel Michelena. No llegué allí hasta que me puse de parto y ningún médico me reconoció durante el embarazo. No tenía posibles y se lo hice saber al doctor que me dijo no me preocupase. Me reconoció y me dijo que los presagios no eran buenos ni para mí ni para mi hija. Yo tenía fiebre, exceso de líquido en la matriz y el feto era pequeño. Inmediatamente le llamó a usted para que como pediatra estuviese presente en el paritorio. Al nacer la niña estaba moribunda, usted la reanimó, primero suspiró y poco tiempo después lloró como un globo a punto de reventar? En cuanto la reconoció, advirtió que la recién nacida tenía ampollas en las palmas y en las plantas de los pies, así como otras lesiones en la piel y le diagnóstico sífilis congénita, que confirmó mediante análisis. La infección se la había transmitido yo, que también padecía la terrible infección. El doctor Michelena me puso a tratamiento con penicilina y usted hizo lo mismo con mi hija. Ambas nos curamos de la enfermedad. Gracias a sus gestiones, un laboratorio me regaló la leche para alimentarla. Mi hija empezó pronto a recuperar el peso. Le llevé una y otra vez a su consulta para que la controlase y le curase los achaques y para vacunarla". Sandra le interrumpió y apuntó: "Aún conservo la cartilla de vacunas". Y me la mostró.

Y aquí nuevo párrafo aparte porque si quiere parecer un cuento he de comenzar por el principio. El principio se sitúa, al inicio de los setenta, en la rúa ourensana de Villar, en pleno "barrio chino" -denominación que hacía referencia a las calles donde en cada ciudad se ejercía la prostitución-. Los "barrios chinos" ya iniciaban su declive sentenciados de muerte por los "clubs" más refinados y lujosos pisos en las ciudades, donde las españolas que hasta entonces ejercían la prostitución, fueron paulatinamente sustituidas por extranjeras, unas veces de forma voluntaria y otras esclavizadas como bestias maltratadas, según reflejan las redadas policiales de las que dan noticia los diarios. En el "barrio chino" ourensano de aquellos años había varios bares, unos locales mezquinos y mugrientos, portal de los prostíbulos sórdidos, donde ejercían prostitutas viejas y algunas jóvenes. Muchos de ellos se ubicaban en arruinados y estrechos inmuebles, con una o dos habitaciones por piso, que en bastantes casos carecían hasta de abastecimiento de agua. El agua corriente que era sustituida por la palangana de agua y el jabón que era suministrada a los clientes por el llamado "palanganero".

A unos de esos garitos había llegado Bienvenida, la abuela de Sandra, una de nuestras protagonistas, en la década de los cincuenta, huyendo de la miseria rural y de un padre alcohólico y maltratador. Analfabeta y sin oficio se dedicó a ejercer la prostitución. Durante un tiempo creyó enamorarse de un "chulo" que la explotaba, y que pronto la abandonaría, del que tuvo una hija, que no es otra que Eulalia. Cuando la niña se hizo adulta, al carecer de cualquier posibilidad ni conocer otro camino, instruyó a su hija en el oficio meretricio, con bastante aceptación clientelar. Y la historia se repitió, Eulalia quedó embarazada de un macarra que no quiso saber nada de su hija. Llevó el embarazo como pudo, que fue más bien mal, hasta que se puso de parto ese día 22 de diciembre, tal como les acabo de contar. Recuperada del parto y curada de su enfermedad venérea, trabajó día y noche en el "oficio". Durante diez años cuidó personalmente a su niña, Sandra, lo mejor que pudo, que fue bastante bien. Cómo fui su pediatra puedo dar testimonio de ello. La mandó a un colegio femenino regentado por monjas y, ayudada por ellas y por sus compañeras de profesión, trató de mantenerla aislada del repulsivo ambiente de su barrio. Sin embargo, a medida que pasaban los años, las dificultades eran mayores. Por ello, cuando la niña tenía diez años, aunque se le rompía el alma, decidió darla en adopción, "sin papeles", a un matrimonio próximo a la ancianidad, que vivía en un pueblo soriano.

Y de nuevo damos la palabra a Sandra: "Cuando cumplí 17 años falleció mi padre adoptivo y, un año más tarde, mi madre adoptiva. En ese momento ya había completado los estudios de Magisterio. Mis padres adoptivos me dejaron en herencia cuanto tenían, que incluía una casita y unas fincas en plena producción, lo suficiente para vivir con holgura. Mi mayor deseo era encontrar a mi madre, de la que apenas me quedaban recuerdos. Los únicos documentos que tenía eran el carnet de identidad y la cartilla de vacunas. Con ambos me vine a Ourense y a su consulta, justo ese día 22, que era el de mi cumpleaños, y le pregunté si tenía alguna información. En mi historial médico figuraba el nombre y la dirección de mi madre, que usted me facilitó sin reparos. Allí me dirigí, ilusionada y nerviosa, y allí la encontré. Nos abrazamos, nos besamos y aceptó venirse conmigo. Somos muy felices. Me he casado y espero mi primer hijo. Solamente hemos vuelto a Ourense para darle las gracias a usted y a don Manuel".

Y colorín colorado este cuento se ha acabado. Lo que pasa es que no es un cuento, es narración que recoge esta intrahistoria ourensana tal cual fue. El relato es de vía estrecha por culpa del que lo escribe, mas es de profundidad por lo que tiene de aleccionador y ejemplar. Solo los nombres de Eulalia y Sandra son de ficción. Y además deja constancia de dos verdades. Una, que nunca es tarde y hay que mantener siempre la esperanza. Otra, que Manuel Michelena del Riego, además de ser un notable ginecólogo, fue un hombre bueno y generoso. En palabras de mi hija María, cuando lo despidió en su funeral: "Hay gente buena, sí. Pero hay gente que ha sido más que buena. Hay gente que ha sido generosa de una forma desorbitada, casi en desuso, espléndida hasta en el anonimato, sin aspavientos, desprendida, porque era su alma desprendida por naturaleza, porque era así Manolo Michelena, vaya si lo era, generoso siempre, pero de esa gente que no necesita de testigos para serlo". Sé que muchos se lo reconocen. Otros se han olvidado. Pero quedamos testigos de primera línea de que fue así durante toda su vida. Dios se lo premiará allá por el Cielo. Felices Navidades a los de aquí y a los de Allá, los que están en el Cielo hospitalario y sonriente.

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