En los manuales sobre propaganda política está escrito que los debates electorales incluyen el predebate y el postdebate. Si debiera ser así, el debate empezaría antes y terminaría después de la contienda dialéctica propiamente dicha. Más aún, se dice que los debates no se hacen para debatir, sino para impresionar a los electores, a todos en general o a un segmento de ellos en particular, e influir en su voto. El debate, por tanto, es abordado por los equipos de campaña de los partidos como un hito de la estrategia electoral, nunca como un fin en sí mismo.

Los hechos se suceden fielmente según el plan previsto. Las cadenas que organizaron el debate del lunes lo han venido anunciando machaconamente durante una semana como el debate decisivo. El presentador del programa especial emitido en una de las televisiones preguntaba a sus contertulios, esperando encontrar una respuesta afirmativa, si el debate podría suponer un punto de inflexión en la carrera electoral. Concluida la actuación de los candidatos, la atención se trasladó a los pasillos, los cuarteles de campaña de los candidatos, las sedes de los periódicos y las redes sociales, en busca de un ganador y un perdedor, de los momentos estelares del debate y del posible impacto en los electores. En este afán coinciden todos los integrantes de la caravana electoral: líderes, informadores, expertos y los propios votantes. A este respecto, lo más novedoso del debate celebrado ha sido la participación más numerosa de candidatos, la fijación de las reglas por los medios, el seguimiento masivo a través de las redes sociales y la aplicación de un programa de base neurocientífica al estudio de las emociones vividas por los protagonistas durante el debate. El tiempo se encargará de destacar las innovaciones de diseño y tecnología introducidas en esta campaña.

Las encuestas nos dirán en los próximos días si el debate del lunes ha marcado un punto de inflexión y ha sido decisivo en la carrera electoral. Antes de conocer la opinión de los electores y los movimientos provocados por el debate en el voto, domina la sensación de que Pablo Iglesias fue certero y conmovedor, Soraya Sáenz de Santamaría cumplió decorosamente con su misión, Albert Rivera estuvo algo precipitado y por debajo de lo que se esperaba, y Pedro Sánchez se mostró diligente en el papel de líder de la oposición, pero sin fuerza de convicción. En el debate no parece haber un ganador y un perdedor claros, y mucho menos puede decirse que la campaña electoral ha terminado. Al contrario, la incertidumbre sobre el resultado es todavía mayor ahora. Los partidos emergentes tienen motivos para sentirse reafirmados en su propósito y sus objetivos, así como los establecidos pueden temer una erosión acelerada y más profunda de su base electoral. En cualquier caso, las dudas de unos y otros no se irán hasta que se conozca el escrutinio en la noche de las elecciones.

La próxima gran cita será el lunes que viene, la jornada llamada a tener más influencia en esta campaña electoral. Será el día en que puedan publicarse las últimas encuestas antes de la votación y se celebre el debate entre los candidatos del PP y del PSOE. Está dentro de lo posible que las encuestas de ese día o del anterior sitúen a Ciudadanos o Podemos en primer o segundo lugar en las preferencias de los votantes y, sin embargo, sus candidatos no estén presentes en un debate que puede ser decisivo de verdad.

Los debates televisados en esta campaña han descubierto a los españoles la política hecha para el espectáculo en toda su dimensión. Pero en relación con la calidad democrática de la pugna electoral no dejan de constituir una especie de despropósito, que puede acabar en fiasco. Es un hecho que la legislación ha quedado totalmente desfasada, pero el arbitraje de la Junta Electoral está siendo desacertado. Ha creado la figura del "grupo político representativo" para autorizar la presencia de Ciudadanos y Podemos junto al PP y el PSOE, pero no ha protegido debidamente el derecho de otras fuerzas políticas, en particular de IU, que no habrá participado en ninguno de los grandes debates, a pesar de haber recibido el 6,9% de los votos en las anteriores elecciones generales.

En realidad, en ninguno de los debates televisados veremos a todos los candidatos de los grandes partidos. Cuando no ha sido la ausencia de IU o del PSOE, por desinterés de las televisiones o del partido, es la del PP. Mariano Rajoy no acepta más que un debate entre dos, medio cerrando los ojos a la realidad política de la España actual. En días pasados, suscitó una interesante discusión sobre la experiencia política que debían acreditar los candidatos a presidir el gobierno. De igual manera, convendría debatir si debe ser presidente un candidato que rehúsa intervenir en un debate entre aspirantes. Quiero pensar que esta será la última vez que los electores españoles disculpen la actitud de Rajoy en un candidato a la presidencia del gobierno de cualquier nivel, nacional, autonómico o municipal.