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Joaquín Rábago.

Del hieratismo al qualunquismo

"Hierático", según el diccionario, "que tiene o afecta solemnidad extrema". ¿No es acaso el adjetivo que mejor se aplica al Mariano Rajoy que conocíamos hasta ahora, al Rajoy de prácticamente toda la legislatura?

Una legislatura de continuo ninguneo de la oposición, de desprecio de la opinión pública, con la continua e irritante excusa de la mayoría absoluta que le otorgaron un día los ciudadanos, confiados tal vez en que al menos arreglaría la economía, el supuesto fuerte de su partido.

Una legislatura de ocultamiento de la rampante corrupción política, de descarada manipulación de la justicia y de los medios de comunicación públicos y de continua negativa a dar explicaciones y a comparecer ante la prensa si no era a través de las pantallas de plasma.

Una legislatura que parecía que no iba a tocar nunca a su fin, marcada por el problema sin resolver de Cataluña, su desafío independentista y la resistencia de nuestro presidente a enfrentarse a él con cualquier argumento que no fuera el de defensa numantina de la Constitución que aprobaron todos los españoles.

Pues bien, de ese hieratismo se ha pasado de pronto a algo que podríamos calificar de "qualunquismo", en referencia a aquel movimiento de la inmediata posguerra italiana que tuvo como órgano el semanario "L'Uomo qualunque", que fundó el comediófrafo y periodista Guglielmo Giannini.

Un movimiento de "gente normal", del "hombre de la calle", caracterizado por el desinterés político, la profunda desconfianza hacia los intelectuales y las ideologías, en especial las, siempre peligrosas, de izquierda, una apelación al interés individual frente al colectivo y una fe ciega en la gestión puramente administrativa o tecnocrática de la cosa pública.

Y así tenemos ahora a un Rajoy más populachero, que no vacila en exhibir la simpleza de su discurso, trata de aparecerse a los gobernados como uno más, que juega al dominó con los vecinos de un pueblo y se sube a un banco, si hace falta, para arengar a un pequeño grupo de aldeanos y pronunciar frases de imposible sintaxis.

Un Rajoy que rehúye el debate abierto con los políticos de otras formaciones porque tiene que gobernar, según explica, lo que no le impide comentar un partido de fútbol aprovechando el tirón de un espacio deportivo radiofónico o acudir a la TV pública aunque no para dar su opinión sobre cómo evitar que emigren tantos jóvenes de España o se siga vaciando la hucha de las pensiones.

Él ha aceptado ir a la televisión para participar en un programa de entretenimiento donde el presentador le pide que le eche una mano con la cocina de vitrocerámica y tiene que confesar su impericia en cosas de fogones -"puedo echar un discurso pero no ayudarte en eso"- antes de sentarse ambos a comer mientras intercambian banalidades, hablan de lo mal que se manduca en Bruselas -a todo le ponen mantequilla- para terminar echando una partida al futbolín.

En ese programa de la televisión que pagamos todos, el presidente se nos presenta como un hombre un tanto simplón y cercano, un "uomo qualunque", al que, si nos le encontráramos de pronto en la calle o en el bar de la esquina, podríamos tutear y llamar incluso "presi", como hizo con más que evidente compadreo el presentador.

Un gobernante que nos cuenta que ha caminado por "los sitios más inverosímiles", como Malta o Nueva York, califica el yihadismo de " tema endemoniado", habla de la corrupción como "cosa tremenda" y a quien sólo se le ocurre decir en relación con el paro: "Creo que el partido mío sabe crear empleo".

Este nuevo Rajoy reinventado por sus consejeros quiere presentarse a los ciudadanos como el "uomo qualunque". Y, a juzgar por algunos sondeos, esa estrategia puede incluso que termine funcionándole.

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