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El amigo Asad, antaño genocida

La intervención rusa en Siria ha convertido al bando gubernamental en la pieza clave de la lucha en tierra contra el Estado Islámico

El pasado viernes, el responsable de la diplomacia gala, Laurent Fabius, enunció la posibilidad de colaborar con las tropas del dictador sirio Asad en la lucha contra el Estado Islámico (EI), a condición de que se inicie un proceso de transición política en el país. Apenas 48 horas más tarde, sus servicios iniciaron una marcha atrás que el martes quedó rubricada por sendas declaraciones de Fabius y de su homóloga alemana: no habrá colaboración con Asad, genocida irredimible hasta hace semanas y hoy casi aliado, mientras siga comandando esas tropas. ¿Se equivocó Fabius? ¿Lanzó un globo sonda? ¿Quién se lo pinchó? Las certidumbres solo las tienen quienes cargan con la obligación de callarlas, pero el movimiento de avance y retroceso de Fabius puede arrojar luz sobre el momento de la partida siria.

En primer lugar, Francia. En tres palabras, pinta muy poco. La declaración de guerra de Hollande al EI ha sido la venda que pedía la herida del 13-N. Francia sangra y su Presidente adopta el tono marcial que le exige el cauterio. Sus adversarios -Sarkozy y, sobre todo, Le Pen- no pueden superar la respuesta. Los socios europeos manifiestan plena solidaridad, aunque se muestran cautos al materializarla. Obama se alegra de que el aliado francés dé un paso adelante en la vía de los ataques. Putin aplaude la decisión y aprovecha para vender la figura de su aliado Asad, a quien lleva defendiendo de modo numantino desde 2011 contra los intentos occidentales de derrocarlo. Y, al parecer, Francia, obsesionada por aglutinar los esfuerzos de EE UU y Rusia en Siria, compra el papel que le vende Rusia, aunque luego tenga que desdecirse, tal vez por presiones de EE UU. Queda añadir un apunte al vuelo. Aunque las potencias borren de la faz de Siria e Irak al EI -un engendro alimentado por muchos pechos- no habrán borrado la fractura social que el 13-N llevó a franceses y belgas a matar franceses en nombre de una idea.

Después, Siria. El punto de inflexión en su guerra civil no viene marcado por los atentados de París sino por la intervención militar rusa, iniciada a finales de septiembre. Rebobinemos. El conflicto estalló, en la estela de las revueltas árabes, en la primavera de 2011. El régimen heredado de su padre, Hafez, por Bachar Al Asad era sólido y la oposición, muy castigada por décadas de férrea dictadura, era débil. De modo que la negativa rusa y china a dar cobertura de la ONU a una intervención exterior convirtió lo que debía ser una revuelta triunfante en una guerra civil enquistada.

Por un lado, en un Oriente Medio marcado por los odios sectarios islámicos, Asad contaba con la baza de pertenecer a la minoría alauí, próxima a los chiíes. Así que, tras meses en los que el dictador parecía contra las cuerdas, la intervención de los chiíes libaneses de Hezbolá, y de fuerzas iraníes e iraquíes del mismo signo, estabilizó sus posiciones. En el campo rebelde, los moderados impulsados por Occidente fueron perdiendo gas, emparedados entre los gubernamentales y grupos yihadistas que, como antes en Afganistán e Irak, vieron en Siria campo abonado para su lucha. De hecho, fue sobre el terreno sirio donde se enfrentaron Al Qaeda, a través del Frente al Nusra, y el actual EI, hasta entonces acantonado en Irak. Ganó el EI.

En esas circunstancias, los EE UU de Obama anunciaron a finales de agosto de 2013 un castigo aéreo al régimen de Asad, acusado de haber cruzado la línea roja establecida por Washington: el empleo de armas químicas contra su población. Pero Obama, empujado a regañadientes a anunciar esa decisión, dio marcha atrás en el último momento y, aceptando una propuesta rusa, cambió los ataques por un proceso de desarme químico sirio. De nuevo, otro apunte al vuelo: esta victoria diplomática rusa tiene sin duda que ver con el endurecimiento de los sectores prorrusos ucranianos, entonces en el poder, y su ruptura de la convergencia con la UE. El resultado fue la revuelta del Maidán, la llegada de un poder prooccidental a Kiev, la toma de Crimea por Rusia y la revuelta secesionista prorrusa en el Donbass.

Entre septiembre de 2013 y mayo de 2014, Siria cumplimentó su plan de desarme químico y Ucrania entró en ebullición, deteriorándose las relaciones entre EE UU y Rusia a gran velocidad. Es entonces cuando el mundo se entera de que un grupo llamado Estado Islámico de Siria y Levante (ISIS o ISIL, en inglés; Daesh, en árabe), al que se supone financiado por Arabia Saudí y otras petromonarquías, ha tomado la importante ciudad iraquí de Mosul y ha puesto en fuga al Ejército.

El ISIS avanza sobre Bagdad y EE UU responde con una coalición de 60 países, en cuyo nombre inicia campañas de bombardeos en Siria e Irak. En junio de 2014, el ISIS proclama un califato en sus feudos de Siria e Irak y pasa a denominarse Estado Islámico. Convertido en el emblema mundial del yihadismo, y gracias a su control de las redes sociales, el EI pasa a ser atractor de combatientes de todo el mundo, a la vez que se consagra como bestia negra de la opinión pública mundial por sus vídeos brutales de degollamientos de rehenes, destrucciones de patrimonio o castigos ejemplares a insumisos.

Una consecuencia de la eclosión del EI fue el anclaje en Oriente Medio de unos EE UU a los que Obama llevaba años queriendo sacar de ese avispero en contra de la opinión de relevantes poderes fácticos estadounidenses, entre ellos el núcleo duro del Pentágono, al que nunca ha controlado. Otra consecuencia fue el auge de las guerrillas kurdas, únicas capaces de frenar la progresión terrestre del EI en Irak y en Siria. Este auge espanta al Gobierno turco, en guerra eterna con sus propios secesionistas kurdos, y refuerza la actitud benevolente de Ankara hacia un EI que, además de poner en jaque al enemigo Asad, canaliza hacia Turquía los tráficos petroleros clandestinos que constituyen una de sus principales fuentes de financiación.

A la altura del pasado julio, Siria era, pues, un complejo rompecabezas con tres fuerzas dominantes: los gubernamentales -apoyados por Hezbolá, Irán e Irak-, el EI, visto con poco disimulada satisfacción tanto por Turquía como por los sátrapas del Golfo, y los kurdos, necesarios sobre el terreno, pero desestabilizadores por sus pretensiones secesionistas en Siria, Turquía, Irak e Irán. Completan el panorama otros grupos yihadistas, como el frente Al Nusra, y, por supuesto, los rebeldes moderados (ELS), apoyados por Occidente y cuya cúpula política se refugia en Estambul. En el exterior, Rusia seguía apoyando a Asad, mientras EE UU bombardeaba a diario posiciones del EI en Siria e Irak.

Fue precisamente en julio, el día 14, cuando se alcanzó la firma del acuerdo nuclear con Irán, vieja aspiración de Obama y de los ayatolás iraníes. Y suelto ese nudo, o atados esos cabos, Oriente Medio conoció días de frenéticos movimientos, impulsados unos por el temor al reforzamiento del gran enemigo chií, movidos otros por la voluntad de aprovechar vientos en principio favorables. Desde Israel a Yemen, e incluso a Afganistán, se percibieron señales del seísmo.

Fue Siria, claro, la que acabó concentrando las mayores ondas. En beneficio de Asad. A finales de septiembre, Rusia anunció su intervención aérea al frente de una escuálida coalición, réplica de la estadounidense, en la que solo figuran Irán y Damasco. En teoría, su acción se dirige contra el EI, pero en la práctica golpea allí donde en cada momento más lo necesitan los gubernamentales. Aunque Moscú tardó en confirmarlo, se detectó de inmediato el despliegue en tierra de "asesores" y de un nutrido arsenal, todo lo cual desemboca hasta hoy en una consolidación creciente del dictador.

En paralelo, EE UU limó viejas asperezas con el aliado turco, miembro de la OTAN, que le permitió bombardear Siria desde sus bases aéreas. No se olvide que, en 2003, Turquía se negó a que una parte de la invasión de Irak se hiciera desde su territorio, lo que impidió un ataque en pinza y obligó a una ardua progresión desde Kuwait. Pues bien, los acuerdos de septiembre clausuraron esa querella, a la vez que EE UU reducía a mínimos su apoyo a los fallidos rebeldes moderados y Francia se involucraba en las operaciones aéreas. A estos movimientos, consecuencia de la reapertura de canales de entendimiento entre Rusia y EE UU, siguieron dos fenómenos que no deben ignorarse: Turquía eliminó cualquier control costero a la salida de refugiados hacia Europa y, como por ensalmo, la guerra con los secesionistas prorrusos de Ucrania comenzó a apaciguarse.

El bando de Asad es, pues, ahora el más sólido del tablero sirio, por lo que cualquier proceso de pacificación ha de tenerlo como centro. En eso están de acuerdo tanto EE UU como Rusia, aunque Washington mantenga la salvedad de que la dictadura sólo puede ser actor de la transición si aparta a Asad. Es, por lo tanto, un eufemismo decir, como ha dicho Fabius, que Damasco podría colaborar en la lucha en tierra contra el EI. En la práctica, es la única fuerza, al margen de los problemáticos kurdos, capaz de liderar esa lucha.

Así pues, los esfuerzos de Francia por generar una gran coalición entre EE UU y Rusia parecen estar más bien centrados en limar las asperezas sobre el dictador Asad. Aunque, a juzgar por la marcha atrás dada el martes por París, la solución, en la que aún hay que encajar a la Turquía que hace una semana derribó un avión ruso, aún no esté madura. Asad se perfila como un amigo inevitable, pero aún no ha dejado de ser el enemigo genocida.

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