Galicia necesita más que nunca que los empresarios marquen rumbos e impulsen la recuperación que tanta falta hace. Lamentablemente, lejos de cerrar heridas para superar la crisis más fuertes y unidas, las organizaciones empresariales gallegas se desangran en batallas interminables que minan su reputación. En vez de exhibir unidos el liderazgo emprendedor y social que se les presupone, superar desencuentros y dar respuesta a los titánicos desafíos económicos que la sociedad tiene por delante, pierden el tiempo en machacarse los unos a los otros.

La profunda crisis que mantenía paralizada la Confederación de Empresarios de Galicia (CEG) ha desembocado esta semana en la decisión de su hasta ahora presidente, José Manuel Fernández Alvariño, de echarse a un lado tras aprobarse por unanimidad adelantar al 15 de enero la elección de una nueva cúpula empresarial. El mar de fondo en la CEG viene precedido del tormentoso proceso electoral en la patronal de Pontevedra, partida en dos desde los comicios del pasado 26 de febrero, desarrollados entre graves acusaciones de injerencias políticas, coerciones e irregularidades en la votación. De hecho el desenlace definitivo sobre esas elecciones está pendiente todavía de la resolución que dicten los tribunales.

El espectáculo brindado durante todos estos meses por los empresarios ha enturbiado el indispensable clima de colaboración y dañado su imagen como colectivo, envuelto en acusaciones más o menos veladas sobre el uso de las asociaciones en beneficio propio. Enlácese todo ello con parentescos varios, intereses personales o profesionales de difícil delimitación, añádansele rencillas y cuentas pendientes y se conformará una imagen de los términos de la contienda. Por no hablar de los necios que se empeñan en enturbiarlo todo aún más con patéticas pugnas norte-sur, actitudes estas últimas que, por cierto, las más de las veces solo esconden intereses espurios. En fin, que cuando menos estamos ante una manera curiosa de atender las tareas que les son propias como colectivo y de ejercer la responsabilidad social que conlleva.

Lo único positivo de tanto bochorno es que la actual situación no va más. Que solo cabe coger de una vez el toro por los cuernos. Si las crisis tienen un efecto depurativo, el adelanto electoral en la CEG ha de servir para enterrar el pasado y cimentar un tiempo nuevo en la cúpula del empresariado gallego. Un tiempo nuevo que, con la fórmula corporativa y de gestión que se considere más oportuna, es decir, con la mente abierta a esquemas de trabajo innovadores, debieran pilotar sus mejores cabezas, pues solo así estará en consonancia con el reto al que Galicia necesita imperiosamente plantar cara: impulsar una eficiente economía productiva que compita más y mejor y genere riqueza para el conjunto de la sociedad.

No son tiempos para ponerse de perfil ni perderse en peleas de patio de colegio. Los incesantes y acelerados cambios que vive la sociedad en todos los órdenes exigen retos trasformadores enormes. Se trata de un desafío general, no exclusivo de los emprendedores, claro está. Desafíos similares o aún mayores afrontan las organizaciones que vertebran a los trabajadores, los colectivos educativos y sanitarios o los del mundo de la Justicia, por citar solo cuatro especialmente relevantes también. Y, como en el caso del empresarial, estos colectivos requieren más que nunca liderazgos fuertes y representativos que encaucen e impulsen este inevitable proceso de cambio con determinación y sentidiño.

Los retos de los emprendedores que lideran el tejido productivo son especialmente relevantes porque su actividad afecta directa o indirectamente a todo el entramado de una sociedad. Y, además, porque lo hace de una manera crucial para el desarrollo de la comunidad, en general, y de la calidad de vida de sus gentes en particular. Eso es lo que les confiere una especial relevancia. Esa es su peculiaridad. Por lo demás, el inerte estado de la principal organización empresarial gallega es similar al que padecen muchas de las que representan a los demás entes profesionales.

Y es que el problema de fondo no es de este o aquél colectivo, sino de todos. Ni exclusivo de Galicia, por supuesto. Estamos ante un problema general y trasversal. Y su origen radica en la desvertebración sufrida durante años en entramados sociales esenciales para que una colectividad pueda dotarse de discursos eficientes y compartidos con los que armonizarse. En una palabra, lo que urge es un renacer de la sociedad civil en general que sitúe en sus justos márgenes los ámbitos de influencia de la actividad política, en la actualidad desbordada por su afán acaparador y, consecuentemente, incapaz de encauzar y solucionar los numerosísimos y complejos problemas de las sociedades modernas. Ese y no otro es el ámbito general en el que debe enmarcarse la crisis de representatividad de los empresarios gallegos para abordarlo en sus justos términos, más allá de las peculiaridades locales, que, por cierto, haberlas haylas y no son pocas ni menores.

Los auténticos empresarios, esos que, en su legítimo y sano afán por generar riqueza, están dispuestos a asumir el riesgo inherente a su actividad y a luchar por salir adelante por sus propios medios. Esos que la única ayuda que piden a las Administraciones es que no entorpezcan sus iniciativas con caprichos legislativos o trabas burocráticas. Esos, que son la mayoría, no solo no pueden ponerse de perfil con la que está cayendo, sino que deben dar un paso al frente y convertirse de verdad en referentes. Lo fueron durante la transición, liderados por personalidades relevantes, al igual que lo fueron entonces otros muchos colectivos sociales, y deben volver a serlo ahora. ¿Que qué necesitan para tan alta tarea? Pues la legitimidad que da la unidad, es decir, criterios y objetivos compartidos; el respeto que emana de la coherencia y la altura de miras y la determinación que exige la independencia de criterio. Ni más ni menos.

Si el objetivo prioritario es acabar con la lacerante lacra del desempleo, epicentro de la inmensa mayoría de las desigualdades y desajustes sociales y económicos existentes, la solución pasa por incrementar la actividad económica. Y para crecer, hay que producir más y mejor. Son muchos los agentes que intervienen en el proceso, pero la responsabilidad de liderarlo es de los emprendedores. Quien tenga más empresarios, quien posea las mejores patentes, quien innove, quien invente, quien abra mercados tendrá algo que decir en el futuro. Lo demás, cuento.

Las Administraciones, los partidos y los gobiernos, la clase política en general, debe entender de una vez que la verdadera promoción empresarial no consiste en repartir clientelarmente el dinero del contribuyente, como desgraciadamente tanto ha sucedido en España. Ni debe mirar con recelo a las organizaciones empresariales eficientes, consolidadas y profesionalmente gestionadas. Es más, la mayoría de los políticos son conscientes de que les resultan indispensables para diseñar con acierto estrategia de futuro y desarrollarlas luego con éxito.

Por lo que respecta a los empresarios, la inmensa mayoría lo que quiere es jugar en un mercado abierto, sin más trabas que las dirigidas a fortalecer la libre competencia y el reparto justo de la riqueza. Quieren Administraciones que les permitan trabajar sin obstáculos y sin crearles competidores artificialmente asistidos, en un marco en el que no quepan el clientelismo, los chanchullos y los amaños. Para que el mérito, la limpieza, la profesionalización absoluta y, consecuentemente, la justa recompensa puedan consolidarse como pilares esenciales de un país dispuesto a ganar el futuro. Para todo eso es para lo que necesitamos una clase empresarial fuerte, unida, comprometida, independiente y activa. Y Galicia la tiene. Solo falta que de un paso al frente y ocupe el espacio que verdaderamente le corresponde.