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El color de noviembre

Noviembre arrancó dorado. No el del amarillo y ocres con que los árboles colorean los horizontes de otros otoños, ni el de las cobrizas hojas que alfombran sus paseos. Un dorado de girasoles directamente pincelado por unos rayos de un sol campante dispuesto a no ceder al rigor del calendario.

Violeta se volvió noviembre el séptimo día, cuando una marea morada inundó las calles de Madrid para reclamar, bajo el sol, lo que jamás tendría que ser suplicado: el derecho a vivir de las mujeres que dicen no al hombre al que un día amaron.

Rojos fueron, como nueve claveles rojos, los nueve días siguientes. Siete corazones de siete valientes, que dijeron no al hombre al que amaron un día, engrosaron en cuarenta y ocho luchadoras las bajas del más valeroso ejército del amor por la vida, dando rojura a un noviembre que, ahora carmín, arrastra cubiertas de sangre las calles de Baena, Llíria, Oviedo, Sanlúcar la Mayor, Marchena, Carabanchel y El Vendrell.

Noviembre se hizo aún más carmesí pocos días después, a manos de otros violentos que, con igual de necios argumentos, profanaron con terrorífica crueldad la noche joven y alegre del bello París. Trataron de imponer su voluntad arrancando de cuajo la de los demás, arrebatándoles lo que ellos desprecian: la vida.

La vida es cada día. Ayer, hoy y mañana. La vida es noviembre. Son hojas doradas y árboles desnudos, o girasoles, violetas y claveles. La vida son corazones que a veces dicen sí y que a veces dicen no. La vida son mujeres y hombres valientes. Quienes la desprecian hasta el punto de ser capaces de arrancarla, no son sino cobardes que no tienen corazón, que no reconocen días, flores ni colores, ni el mes en el que viven, porque no viven. Llevan dentro la muerte alimentada de odio y resentimiento, y un deseo morboso de ajusticiar que a veces insuflan con un combinado de sustancias embriagadoras en versión botella, jeringa, pipa o similar. Creen que sin su rencor no son nada, y lo mantienen como un kit de supervivencia para seguir con vida, solo para matar. Son armas cargadas con la inquina rumiada sin tregua en la oscuridad de la estulticia, que quedan vacías una vez disparada la munición sobre sus víctimas. Tras la descarga, la muerte o la nada. Descartadas mentes intrincadas y almas insensibles en las que anidan perversiones que solo los psiquiatras pueden explicar, los demás violentos -que son la mayoría- desprecian la vida por un solo motivo: porque no saben vivir. Como no aprecian el amor porque no saben amar.

Una inmensa tristeza se posó en el atardecer de noviembre vistiéndolo de azul. El aire y la vida discurren entre celeste y marino, y el índigo se extiende, como un océano de lágrimas, entre los girasoles, las violetas y los claveles. Nadie quiere que anochezca, ni que el añil oscurezca. El negro miedo, amenazador, planea sobre los postreros días del mes.

Y de repente, los partes meteorológicos anuncian nieve. En los altos, no tan altos, caen copos que forman extensos mantos de blancura infinita de la altura de un girasol. Noviembre, cansado, se cubre con un gigante edredón níveo para dormir en paz, y soñar.

Sueña los sueños que sueñan las que con él duermen. Sueña que diciembre empieza enseñando a querer. Podemos empezar mañana enseñando a vivir.

*Decana del Colegio Oficial de Abogados de Vigo

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