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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Oroza deja la ciudad

Ingrávido de osamenta y sutil en el arte de edificar torres de palabras como enigmas, Carlos Oroza acaba de dejar libre su plaza de transeúnte por las calles de Vigo para seguir ejerciendo de poeta incorpóreo en cualquier otro lugar del que no ha dejado señas. Ni siquiera la muerte, esa abstracción, ha sido quien de cambiar sus costumbres.

Oroza cultivaba, tal vez sin pretenderlo, las mañas de la invisibilidad. Firme en la vocación de apátrida, practicó hasta sus últimos años el hábito de vivir en paradero desconocido. Los amigos y los devotos que nunca le faltaron a su poesía recurrían a intrincadas averiguaciones para dar con él cada vez que visitaban Vigo; pero no siempre con éxito.

Invisible él mismo como a menudo lo fue su poesía para el gran público, Oroza descreía de los teléfonos y de las usuales técnicas de comunicación. Solo en los postreros tiempos, cuando las goteras de la edad le impedían seguir manteniendo sus atributos de paseante, consintió en hacerse visible a diario en una terraza de la ciudad.

Oroza nació junto a la inesperada mar de Lugo y fatigaba a diario con sus pasos las calles de Vigo; pero algún raro sortilegio le había convertido en hombre invisible dentro de su propio país, que acaso fuese Galicia. También lo era Madrid, la ciudad donde muchos años atrás había gestado su fama de poeta suburbial, oscuro y maldito.

Alguna vez lo redimiría de ausencias Barcelona, donde hace cosa de una década reunió a más de un millar de oyentes para ofrecerles "porciones de tierra gris del norte" en un recital que parecía desmentir la naturaleza marginal de la poesía y, en particular, la de sus poemas. Más razonable será pensar, sin embargo, que Oroza era un poeta de ninguna parte cuando instaba al público a dejar que el trigo creciese en las fronteras. Quizá su patria natural fuese, en realidad, Poe.

Vigués de elección, Oroza era uno de esos raros lujos que aún podían permitirse una Galicia y una España tan poco pródigas en ellos. Le ha perjudicado, quizá, el cartel de escritor maldito que colgaba de su cuello como un sambenito desde hace décadas, ocultando -o disimulando- la verdad sustancial de que fue uno de los grandes poetas españoles del siglo. En justa represalia, el maldito Oroza, diestro en la invectiva y el escarnio, ejercía a su vez de maldiciente con todos aquellos que, en su dilatada opinión, trataban de ningunearle.

Del porteño Jorge Luis Borges se fabuló en su día que era un personaje de ficción urdido por algunos escritores de Buenos Aires al que encarnaba físicamente un actor contratado para ello. Borges, encantado con la idea, nunca la desmintió. Con Oroza, ese proceso se ha desarrollado a la inversa, de tal modo que el poeta de rotunda existencia física -cabeza patricia, cuerpo casi ingrávido y aspecto de quijote urbano- acabó por hacerse invisible, como en una fábula de Cunqueiro.

Ahora que la muerte lo ha devuelto a la efímera notoriedad de las esquelas y obituarios, bien pudiera ocurrir que el Oroza de Poe, Poe, Poe se haga por fin visible más allá de su breve -si bien fidelísima- garita de lectores secretos.

La noticia para sus devotos es que acaba de dejar la ciudad en la que tan difícil era dar con su paradero. Para los demás, queda seguir su pista en libros de estrofas tan fulgurantes como ese "Évame, eva, évame si me transito". Ahí sigue estando, como siempre, el oculto domicilio del poeta.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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