Si hasta el incombustible Carlos Oroza murió debo hacerme a la idea de que a todos nos llegará la hora. No es triste, es así.

Me consuela pensar que donde ya se encuentra hay una casa mirando al mar de Cangas y en la casa una ventana desde la que puede orinarle a las macetas. Orinar en las macetas era lo que más le gustaba a Carlos Oroza, poeta anarquista y claro, en el papel. Sombrío, mordaz y pesimista, en la vida. Su anarquía violenta en las conversaciones consistía en imponer la Dictadura del adjetivo con fauces babeantes de sangre del pobre diablo al que le clavase dos o tres epítetos.

Los urinarios son para el vulgo espeso y municipal, para los hijos de la disidencia lírica se hicieron los parterres elegantes de rosas y jazmines que tanto agradecían las filosóficas burbujitas de champagne que Carlos les enviaba. ¡Cuántas macetas le regó nuestro filósofo del asfalto cotidiano a la madre de Adelaida! Que lo tuvo pensionado varios años porque con él las meriendas sabían mejor. Con Carlos, ciertamente, todo sabía mejor.

Hace más de cuarenta años, en Madrid, me propuso atracar el Banco de España. Así, a lo grande. Nada de atracar una farmacia o un estanco que era lo que hacía cualquier pringado por entonces. Atracar el Banco de España. Y es que los poetas, los auténticos, digo, viven evados en altas nubecillas rosadas desde las que, verbigracia, mean en las macetas o atracan el Banco de España. O se casan con la camisa blanca manchada de vino tinto. Eso hizo. Como si acabara de recibir el pistoletazo morado y cabrón de un crítico literario mamoncete y envidioso.

No fue sin embargo Oroza atracador de corazones. Por el contrario, prestó el suyo y nunca se lo devolvieron. Esa cicatriz jamás le desapareció del pecho si bien lo embellecía velándole el ojo derecho con un parche negro de pirata urbanita.

Quise echarle varios pulsos poético en amistosa regueifa -yo en simple amateur, por supuesto- y siempre me los ganó despiadadamente. Conservo su Cabalum dedicado con aquella letra grande y limpia, sin esquinas: "Vive Pepín en Acracia/ flor de su Aristocracia" Él sí era algo esquinado y hasta maledicente cuando alguien le caía mal. Pero era tan inteligente y su precisión con el adjetivo navajero tan acerada, contundente y deslumbrante que todo se le perdonaba. Paseaba en solitario, a puro instinto, flaco lobo viejo sin lazarillo ni timón. Tanta era su clase, su distinción, su empaque escueto de español enjuto y antiguo que parecía le rodeasen mil mariposas borrachas de poemas. Carlos Oroza fue único. Salvo Urbano Lugrís, no conocieron las calles de nuestra ciudad personaje que las hubiese transitado con tan sereno agradecimiento.

La última vez que estuve con Carlos fue en Detrás do Marco donde una gente buenísima lo trataba como el Príncipe que era. Conmigo y Adelaida se animó a beber. Acabamos hablando de Heisenberg porque Carlos era capaz de ver más allá de siete paredes y podía hablar poéticamente de cualquier cosa que estimulase su interés. Aquel otro día quería atracar el Banco de España no porque no tuviese un duro, que tampoco, sino porque había visto a través de las paredes mágicas de su imaginación que en las cámaras acorazadas de la venerable institución no había ni una onza de oro pero sí los mejores vinos del mundo. Y era cierto.

Años después -acompañado por mi maestro Edmond Malinvaud- Mariano Rubio y Luis Ángel Rojo, rodeados de cuatro goyas, nos agasajaron, en un comedor del BdeE, con el vino que quería robar Oroza. Me acordé y se lo dije al Gobernador. Todos rieron. Y, ya animado, le pregunté si era cierto que lo guardaban un una cámara acorazada. Cierto, respondió ¿cómo lo sabes? lo guardamos en una cámara en la que solo hay vino y telarañas. El Paraíso Perdido llamamos a esa cámara.

Después de hacer mi trabajo con los del BdeE, propuse que me pagaran con una botella. En gran señor, Mariano Rubio me pagó con un cheque y, además, me regaló dos botellas. Las guardé y llegado el momento se las ofrecí a Oroza. Siendo también un señor las compartió conmigo.

Nunca llegamos a atracar el BdeE pero acabamos estrellando el Mercedes blindado de un amigo contra la puerta del Café Gijón. Carlos se bajó y sin inmutarse le pidió al de las cerillas un paquete de Chester, añadiendo, te lo pago mañana. En el Gijón, no se asustaron más de la cuenta, Juan Harguindey y Panero las habían montado peores.

Carlos, cabronazo, me jode mucho esta espantada silenciosa, sin copas y sin haber rematado el proyecto. Agradezco, no obstante, que el día de marras en Detrás do Marco me dejases escrito el epitafio: Tantos versos/ tantas prosas/ escribo, de dos en dos/ con la izquierda y la derecha/ que me invade la sospecha/ de si soy un pobre dios/ emborrachado de cielo/ bastardo de un Luzbel/ y lector de Heisenberg/ Yo, Titanic/ Él, iceberg.