Por primera vez, los telespectadores de un Madrid-Barça no envidiaban a los aficionados que se arriesgaron a acudir al Bernabéu. Hasta el pitido inicial parecía una señal de alarma. La psicosis reinante no aclaraba si los jugadores corrían o huían, aunque en Bale costaría distinguir el sentido de la carrera de ayer de su desempeño previo, una fuga con un botín de cien millones de euros. Marca Luis Suárez, con su estilo de matador, pero el apodo suena impropio. Quedan desterradas las metáforas taurinas y bélicas del estadio.

En los infinitos programas previos, no se preguntaba en primer lugar a los espectadores que pronosticaran un resultado, sino que vaticinaran un atentado. "¿Tiene usted miedo?", no era el interrogante que se planteaba a los romanos que inventaron el pan y circo. Hablaríamos en todo caso del susto más caro del mundo. Reconozcamos cierta prevención al contemplar a Benzema, el negociador, en una intervención que siempre parece la última. El Madrid coquetea esta temporada con la pornografía.

El gol inaugural se sustentó en un error múltiple de las defensas, el signo de los tiempos. La ausencia de Messi en el equipo inicial podía interpretarse como miedo escénico, en una semana de atentados. También dejaba al Madrid sin coartada, porque su sustituto, Sergi Roberto, cedía el misil -con perdón- que aterrizó en las mallas.

James no vino al mundo para frenar a Neymar, con tarjeta de visita amarilla de premio. Máxime cuando la refriega se produce con el Madrid retrasado en el marcador. La estrategia de Benítez siempre consiste en evitar el próximo gol del rival, una táctica discutible cuando vas perdiendo.

Atribuyan al hecho de haber mencionado ya a Benítez y Benzema mi imagen de un Madrid obeso, frente a un Barça hambriento. Juro que estaba escribiendo que Neymar jugaba con la ansiedad de marcar ayer un gol en el Bernabéu para exorcizar el hiperliderazgo de Messi. En ese preciso instante, el brasileño obtuvo un segundo tanto que Casillas hubiera parado.

El genio creciente del brasileño estuvo en el tercer casi gol al borde del descanso, y en la tercera diana contabilizada en la reanudación. Neymar diseñó ambas jugadas desde el cerebro hasta los pies. Nadie lo confundiría con un intelectual del fútbol, pero conduce la electricidad como los gigantes.

La balbuceante intervención de Rajoy -"en la segunda parte vamos a jugar mejor"- condenaba sin remisión al Madrid. Pese a ello, los blancos protagonizaron un fugaz arranque brioso tras el descanso, como si ya hubieran cambiado de entrenador. El empeño se saldó con un gol, para el Barça. Se bordeaba la borrachera, en que se olvidan los autores de los tantos y el marcador en cinco o seis a cero parece factible. No recuerdo quién materializó el cuarto.

El Madrid no deja entrar banderas esteladas al estadio, y el técnico prohíbe las estrellas en su equipo. Mientras ahondaba en esta memorable reflexión, Messi ordenaba a Luis Enrique que sacara a un jugador del campo, porque había decidido habitar entre nosotros. La seguridad pública estaba garantizada, y no convenía que Neymar se erigiera en protagonista absoluto del nuevo Barça. Te tuerces un tobillo, y tras la convalecencia te encuentras a un usurpador en el despacho.

Se dilucidaba una cuestión de Estado. El clásico se anunció como un encuentro histórico por la pujanza del Estado catalán, empezó como un partido apocalíptico por la amenaza del Estado Islámico. Concluyó como un testamento del Estado fallido de los madridistas. El resultado final no mide la distancia entre el Madrid y el Barça, sino entre el Madrid y el fútbol.