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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Ciclistas de la Generalitat

La palabra de moda es desconexión. En la mayoría de los diccionarios que usted pueda consultar, el verbo desconectar se traduce por cortar o interrumpir algo que estaba previamente conectado a algo, posiblemente un aparato eléctrico. En sentido figurado, alude a esa clase de personas que, de repente, no nos prestan atención y dejan de oír lo que les decimos, e incluso al hecho dramático de cortar el suministro de la máquina que mantiene artificialmente con vida a un enfermo terminal. Y también a aquellos que para su desgracia pierden conexión con la realidad y empiezan a ser carne de delirio. Significativamente, la palabra desconexión ha sido utilizada por los diputados catalanes partidarios de la secesión para ocultar la palabra independencia, que debe parecerles asociada históricamente a hechos violentos y a sucesos desagradables. Desde un punto de vista etimológico, desconexión e independencia son dos términos que no tienen nada que ver entre sí pero los diputados catalanes secesionistas los han hecho equivalentes porque quizás piensan que de esa forma harán más asequible su propósito de ruptura con el estado español. Lo cierto es que la expresión ha tenido éxito y en la mayoría de los medios se utiliza la primera de ellas como sinónimo de la segunda. Y en todas las cadenas de televisión que se hicieron eco del pleno del parlamento catalán en el que se aprobó el inicio del proceso independentista se rotuló el programa utilizando esa palabra como cabecera de la noticia. "El pleno de la desconexión", se decía en una, y "Comienza la desconexión", en otra. Por obligación profesional -que no por gusto- seguí la retransmisión del acontecimiento por la televisión y me fijé más en los gestos y actitudes (eso que ahora se llama lenguaje corporal) que en el contenido de los discursos que se da por sabido de antemano. El señor Mas llegó al parlamento saludando afectuosamente a los Mossos d'Esquadra, ese embrión de ejército catalán del que amenaza con privarle el ministro del Interior poniéndolo bajo las órdenes de la delegación del gobierno. Después, subió las escaleras y deambuló por los pasillos como si levitase, con ese paso solemne y estirado con que los pequeños se hacen notar. Luego, saludó cortésmente a la presidenta de la institución, señora Forcadell, que tiene todo el aspecto de ser la Juana de Arco sobre la que el gobierno de Madrid descargará sus primeras iras. No aprecié euforia ni emociones desbordadas en el rostro de los diputados secesionistas en un día que para ellos debería de ser de enorme alegría. Más bien gestos de contenida preocupación, como el de los escolares que han faltado a clase y temen la represalia de la dirección del colegio y de la familia. Viendo el espectáculo me acordé de un viejo amigo y compañero de tareas sindicales, Alfonso Senserich Marcos, tipógrafo, corrector de prensa y vecino del barrio de Gracia, el de más tradición obrera de Barcelona (ahora reconvertido en zona residencial para jóvenes profesionales de clase media acomodada). Alfonso había pertenecido antes de la Guerra Civil al cuerpo de ciclistas de la Generalitat y le animé a pedir el reingreso. "Déjalo, déjalo, prefiero el Estado central -me contestó-. La Generalitat ya desapareció una vez y nadie puede asegurarnos que no desaparezca otra".

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