El capítulo más interesante de las memorias de George W. Bush, tituladas Decision Points, es el primero donde el expresidente cuenta cómo logró dejar de beber. Las páginas que siguen a continuación de dicho pasaje son un compendio de justificaciones inconsistentes, algún que otro "mea culpa", más basado en las formas que en el fondo ("no respondimos agresivamente cuando la situación de la seguridad comenzó a deteriorarse después de que cayera el régimen de Sadam"), y un relato sobre la crisis financiera que parece estar siendo narrado por un observador privilegiado en vez de por un líder de una potencia económica ("fui sorprendido por una crisis inesperada"). Su testimonio sobre la lucha contra el alcoholismo, en cambio, merece ser leído con atención. No tanto por lo novedoso de las revelaciones (ya conocíamos su odisea personal y su posterior "renacimiento") o por las -inexistentes- aportaciones intelectuales de su despertar religioso a la causa neoconservadora, sino por la sorprendente candidez exhibida en su discurso cuando habla de sí mismo.

Analizando el cúmulo de circunstancias que lo condujeron al Despacho Oval, Bush no se expresa como el presidente que fue: es un hijo desorientado y conflictivo de otro presidente, George H. W. Bush, quien toma la palabra. Extraída de su contexto, esa parte inicial del libro, comparable en estilo (prosa y contenido) a cualquier obra del exitoso género de la autoayuda, está diseñada para advertirnos de los problemas que pueden surgir cuando una persona carece de misión. La ausencia de "llamada" produce monstruos, sugiere el autor. Un hombre, en definitiva, necesita un objetivo. Y el suyo fue, obviamente, servir a Dios. "Sin la fe -asegura- nunca hubiera podido dejar la bebida". Reconoce, además, que es incapaz de afirmar con seguridad que él es un alcohólico; sabe que haber renunciado a las borracheras hizo que incrementara su devoción.

De ese modo, cuando es aceptado por la Universidad de Harvard y su padre le recomienda que continúe estudiando porque "sería una buena manera de ampliar sus horizontes", Bush interpreta esa incitación a la búsqueda del conocimiento como una estrategia para averiguar, por fin, cuál es el destino que le ha reservado el "todopoderoso". Una retórica que, como sabemos, acabaría contaminando toda su política exterior ("Dios me dijo que acabara con la tiranía en Irak".)

Aquí se encuentra, pues, la clave de su presidencia y la esencia de su doctrina. Los sentimientos vencieron al realismo y la fe ocupó el lugar de la razón. Hablamos, por supuesto, del presidente, no de los miembros de su administración, quienes poseían unos intereses económicos evidentes y unos sólidos principios ideológicos. Conviene recordar que la única filosofía política asociada a George W. Bush antes de que se produjera el atentado contra las Torres Gemelas se llamaba "conservadurismo compasivo", unas teorías un tanto enigmáticas, de dudosa aplicación, que el presidente utilizó como eslogan de su campaña electoral en el año 2000.

Algunos extractos publicados recientemente por la prensa de la nueva biografía de su padre, escrita por el periodista e historiador Jon Meacham -biógrafo de Andrew Jackson y Thomas Jefferson- y titulada Destiny and Power: The American Odyssey of George Herbert Walker Bush, están provocado algo de alboroto, puesto que algunas opiniones que Bush 41 manifiesta sobre Dick Cheney y Donald Rumsfeld, el vicepresidente y secretario de Defensa que acompañaron a su hijo en la invasión de Irak y Afganistán, no son muy favorables. A su entender, Cheney poseía "su propio imperio" y demasiada influencia en las operaciones militares, ejerciendo un rol como vicepresidente muy distinto al que él encarnó con Ronald Reagan. Aunque las palabras más duras son las dirigidas hacia Rumsfeld, a quien acusa directamente de aconsejar mal al presidente: "No me gusta lo que hizo... Le falta humildad. Se niega a ver lo que piensan otros... Es un arrogante".

Esto no significa que Bush 41 piense que la guerra de Irak fue un error. Desde su punto de vista, la detención de Sadam Hussein es un acontecimiento de la historia estadounidense "para sentirse orgulloso". Tras el derrocamiento del tirano, explica, "desapareció la brutalidad y la indecencia". Sobre el expresidente dice: "Es mi hijo. Hizo lo que pudo y estoy con él. Es una ecuación muy simple". Después de leer el manuscrito de la biografía, tanto Cheney como Rumsfeld declararon que Bush 42 tomó sus propias decisiones. El expresidente, por su parte, dijo que mientras estaba gobernando, su padre nunca le planteó esas quejas, y se niega a aceptar que existiera una manipulación: "Yo valoraba los consejos de Dick (Cheney)... Era mi filosofía".

Volvamos, entonces, a las memorias de W. Sin esa decisión mostrada en el primer capítulo de su autobiografía (dejar la bebida), Bush 42 insiste en que nunca podría haber tomado las decisiones subsiguientes (gobernar). Es decir, el bourbon o "la guerra contra el terror". Bush 41 conoce muy bien a los asesores de Bush 42, con los cuales trabajó durante los años de su mandato. Fue testigo, asimismo, de cómo un hombre débil, inestable y sin compromiso político, pero muy carismático, conseguía superar su adicción. Lo que nunca se imaginó es que fuera George, y no su hermano Jeb, mucho más preparado y responsable, quien asumiera la presidencia del país. Jamás se le pasó por la cabeza que el "último paso" de George sería la Casa Blanca. Ahora, en plena campaña de las primarias republicanas, cuando se especula que el peso del apellido puede suponer, a la larga, un inconveniente para Jeb Bush en su lucha contra los demócratas, aparecen las críticas de Bush 41 a los arquitectos de la guerra y, en consecuencia, al legado de Bush 42. Las cosas que tienen que hacer, ay, los padres por los hijos.