El gusto por las terrazas alcanza a El Vaticano. La de la prefectura de Asuntos Económicos fue escenario de una fiesta durante la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II que no gustó nada a Francisco. Sabemos esto por la historia de monseñor Lucio Ángel Vallejo Balda, cura y ladrón de documentos secretos, recomendado al Papa por Rouco Varela para ayudar a limpiar las finanzas de la Iglesia. La terraza es lo de menos de este asunto de la Iglesia, que cuando se trata del dinero deja de ser santa madre y pasa a ser tan hijaputa como cualquiera y así las limosnas acabaron en la reforma del ático de Bertone. La terraza es lo de más como escenario y las alturas del poder eclesiástico también la quieren disfrutar en todo su significado.

Las terrazas de Italia las hizo famosas Martini, por poner su nombre a esos suelos altos y caros donde las feromonas y el dinero llevaban a coincidir a empresarios y modelos, condesas y gígolos, corredores de Fórmula 1 y ejecutivos de medios de comunicación con otra fauna uniformada por las gafas de sol y el reloj aventurero. A Roma siempre le gustó mirarse y con razón: a su entorno natural y a su belleza histórica hay que añadirle que está muy bien iluminada por el sol durante gran parte del año.

Ahora las terrazas -las de cielo; no las de suelo- son lo penúltimo en la hostelería de tarde y noche porque remedan la altura social de la casa de la colina y ofrecen el paisaje humano por definición (la ciudad) y la ambición contemporánea por excelencia (la ciudad a tus pies). Ese es el suplemento que se paga por las bebidas y representa muy bien a una parte de la sociedad que ya no quiere vivir en la calle sino permanecer siempre en las alturas, sea en vuelo, sea en las elevadas oficinas corporativas, sea en los áticos más exclusivos, porque la desigualdad de vértigo en la que estamos instalados ha subrayado la verticalidad social hasta en sus manifestaciones más evidentes.