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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Con flores a los muertos

Como todos los años por estas fechas, voy a poner unos ramos de flores sobre la tumba de mis padres y de mis abuelos paternos en el cementerio de Corme. Mucho calor y mucha gente que viene a lo mismo. Mientras limpio los tiestos, y adecento un poco el panteón, pienso si vendrá alguien hasta aquí el día que yo falte para continuar esta tarea. El resto de mi familia conocida está enterrado en el cementerio de Luarca, en un lugar precioso frente al mar, pero del cuidado de esas tumbas se ocupan otros parientes.

Tal y como van las cosas respecto del culto de los muertos, lo más probable es que mis hijos, que viven lejos, desistan de hacer el viaje hasta allí. Encargarán la misión a una floristería de la zona, y andando el tiempo ni eso porque yo he dispuesto que me incineren y aventen las cenizas en un lugar de mi preferencia, del que no daré detalles para evitar que se convierta en un lugar de culto como dijeron del cadáver de Bin Laden quienes lo asesinaron.

El culto a los muertos ha evolucionado mucho durante el tiempo que va durando mi vida. Yo aún recuerdo haber visto en el seno de mi familia largas agonías de gente de la que se sabía que le quedaba poco tiempo en el mundo. Y la mayoría de ellas se desarrollaban en el interior de la casa del agonizante que a veces pasaba meses encamado.

El enfermo sabía que iba a morir y, si antes no las había hecho, tomaba sus últimas disposiciones, dictaba testamento y, si era católico practicante, llamaba al cura para confesarse y comulgar antes de entregar su alma a Dios. Después, cuando ya se moría, se organizaba un funeral con el muerto metido en una caja abierta, flanqueado de velones, para que amigos y vecinos pudieran despedirse de él, bien trajeado como si fuese a asistir a una fiesta en vez de ir camino del pudridero. Recuerdo que, en una ocasión, en un duelo de pueblo, al difunto lo colocaron en un lugar preferente del salón y el que organizaba el acto ordenó que se retirase la plata a un lugar seguro para evitar tentaciones a las visitas. En esas jornadas de luto, era también costumbre invitar a coñac a los hombres y a café con pastas a las mujeres.

Desde entonces, las costumbres han evolucionado muchísimo y el centro de interés del duelo ha pasado del difunto, que antes era el protagonista principal, a las familias. Y los duelos ya no se celebran en el interior de las casas sino en unos edificios llamados tanatorios donde personal especializado se encarga de todo lo referido al ceremonial, mientras familia y allegados hablan de sus cosas y se dan rápidos abrazos de condolencia. Y llegada la noche va siendo costumbre que las familias cierren el apartamento donde yace el difunto y se vayan a casa a descansar dejándolo solo hasta la mañana siguiente.

Banalizar la muerte y no hablar de ella es uno de los rasgos sociales de la época actual como muy bien se explica en un libro de Philippe Ariés titulado Historia de la muerte en Occidente, que ha editado en España Acantilado.

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