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Javier Sánchez de Dios.

Crónica Política

Javier Sánchez de Dios

El derroche

Uno de los métodos que suelen seguir los observadores para evaluar cuán fiables son los datos que proceden de instancia gubernamental es exponerlos a la luz de los hechos constatables. Y no porque crean en la falsedad per se de lo oficial sino más bien por la insistencia que los que mandan exhiben para, sobre todo en víspera electoral, arrimar el ascua a su sardina y así sacar ventaja y aprovechar hasta las raspas.

Ocurre que ese hábito evidencia con demasiada frecuencia también hasta qué punto bastantes de quienes ejercen el oficio electoral contribuyen a la confusión de una sociedad poco avisada: e incluso cómo, a veces, caen en errores que dejan poco remedio después de comprobarse. Y de ahí procede, al decir de varios analistas de la res pública, buena parte de la desconfianza y de la mala imagen que padece casi todo lo que a día de hoy se entiende por política.

Los propagandistas tienen, además, la costumbre adicional de resaltar los datos que le convienen al que manda y ocultar aquellas facetas que puedan perjudicarle o que permitan contrastar mejor lo que se ofrece como tarea bien hecha. Hay quien llama "engaño" a esa práctica, aunque otros, más benévolos, se quedan en definitiva en el calificativo de "maquillaje", pero tanto monta: el resultado es parecido. Y negativo, claro.

En este punto, aceptando que para muestra basta un botón, puede buscarse entre los más recientes y esclarecedores. Mientras las estadísticas de creación de empleo en los últimos meses aportan abundante munición para la mayor gloria del Gobierno, un estudio atento de sus pormenores deja dudas en aspectos en los que no deberían existir. Y en Galicia de forma muy concreta.

Véase, por quien lo dude, un dato que ayer mismo publicaba este periódico y según el cual aquí en el antiguo Reino uno de cada tres parados tiene estudios superiores. Lo que no sólo demuestra que algo no va bien en la política laboral y en la docente, sino que además se miente con descaro en los discursos que proclaman prioridades y comparan tiempos pretéritos con los actuales.

El resultado obliga a exigir que se aclare por qué la apuesta -si es que existe de verdad- por la I+D y por la educación superior sólo ofrece esos frutos. Y a reclamar una reflexión sobre el derroche de recursos públicos que ese fracaso implica. Una obligación que ha de extenderse a los primeros afectados, que son los alumnos y profesores que acaban unos en el desempleo y otros casi en el descrédito. Y eso sin contar a los otros damnificados, que son los ciudadanos, últimos paganos de ese derroche.

¿No...?

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