Un año más el mes de noviembre, el mes que más honramos a nuestros muertos, se presta para volver la vista atrás y reflexionar sobre todo el legado que a través de la escultura funeraria hemos recibido de nuestros antepasados: creencias, ritos, sentimientos y estética. Un mundo lleno de belleza e información que nosotros no vamos a poder seguir enriqueciendo con nuevas aportaciones porque a comienzos del siglo XXI constatamos que la escultura funeraria es un arte en desuso.

Son muchas las causas que redundan en esa pérdida de relevancia y en que su futuro sea también una gran incógnita. En primer lugar, el desarraigo religioso pero no es menos importante la transformación socioeconómica que lleva parejo la socialización de los cementerios, que no deja lugar para individualidades, o la incineración con el esparcimiento de las cenizas sin que se requiera un lugar específico para ello. El desconocimiento no solo religioso sino también cultural de gran parte de las nuevas generaciones, también suma a estos desafectos.

Por si todo esto fuera poco los artistas, ante tan sombrío paisaje, no tienen interés o no son capaces de generar nuevas ideas que den un vuelco a la situación, llevando a este tipo de escultura tendencias actuales que despierten el interés de nuevo de la sociedad y de posibles clientes.

Por último, aún siendo conscientes de que la escultura funeraria se sustenta sobre unos pilares que van más allá de los de la mera obra de arte y que resulta muy difícil mantenerla, si esos pilares se debilitan o dejan de existir, como acabamos de ver que está sucediendo, no podemos dejar de reivindicar su importancia dentro de la historia del arte.