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Xabier Fole

el correo americano

Xabier Fole

Ruido

Según Kingsley Amis, "los beneficios sociales de la bebida en colectividad superan los desastres individuales que puede precipitar". El novelista británico basaba su argumento en una investigación cuyas conclusiones indicaban, básicamente, que los estímulos proporcionados por el alcohol salvaron a Occidente de un desmoronamiento durante la Primera Guerra Mundial. Reflexiono sobre eso y otras cosas mientras observo mi Martini. La contribución que uno puede hacer a la causa es limitada cuando la lucha es personal, pienso, y el conflicto bélico, en fin, resulta muy lejano. Sin embargo, es conveniente, al tiempo que las olivas se deslizan inexorablemente hacia el fondo del vaso y se humedecen las páginas de mi Washington Post, recordar a un ilustre dipsómano. Echando una ojeada a la gente que me rodea en este lugar donde me encuentro, sospecho que la bebida, si no está salvando al mundo, al menos lo mantiene distraído.

Los habitantes de Washington DC, capital de la burocracia y refugio de las instituciones, acuden desesperadamente a los bares cuando terminan de cumplir con sus obligaciones laborales. Van entrando en la sala políticos, abogados y empresarios. Todos ellos parecen ir conversando intensamente sobre posibles tratados. Gesticulan de manera histriónica y se ríen a carcajadas. Algunos aprietan su vaso y lo protegen, como si un enemigo invisible se lo fuera arrebatar de las manos, para luego apoyarlo con un golpe en la barra. Una mujer, sentada en una mesa cercana, se disculpa y se levanta. Regresa tarde del baño, y sus compañeros, entretenidos, apenas se percataron de su ausencia. Discretamente, vuelca su mirada en el teléfono y escribe durante unos cinco minutos.

En otra esquina del bar, unos hombres brindan por algo y se felicitan entre ellos. Entonces el camarero sonríe y me mira. Es decir, me pregunta si quiero otro Martini. Yo también sonrío y me entiende. Y me pone otro. A la media hora, comienzan a llegar más personas y la energía se sobrecarga. La taberna está abarrotada y apenas se escucha la música de fondo, la cual, por cierto, era muy mala. En varias televisiones están emitiendo un debate sobre Bernie Sanders, el candidato demócrata. Nadie presta atención, por supuesto, al debate. Hace más calor, lo que provoca que los hombres se remanguen las camisas y los camareros suden. Todos sudamos y seguimos bebiendo. Pero ya no tengo el periódico. Alguien, ¿confundido?, se lo ha llevado. Gritan de nuevo los hombres de la esquina. La mujer se va del restaurante y sus compañeros permanecen sentados.

Estos últimos se trasladan a la barra un poco más tarde y uno de ellos habla con el camarero. Ambos tienen dificultades para comunicarse. Los del grupo de la esquina ya no gritan, ahora están cantando, y algunas personas situadas cerca de su mesa se miran avergonzadas. No obstante, los cánticos no impiden a nadie continuar con sus conversaciones y seguir rellenando sus copas. Han pasado dos horas y afuera, por fin, es de noche. Salgo del bar, sin el periódico, y me encuentro a la mujer en la calle sola. Llorando.

* Periodista gallego

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